Ha tenido muchos nombres: Yveltal, el Terror Negro, la Crisálida de la Destrucción, la Sombra Alada y otros más, tantos, que el concepto de nombre ha perdido su significado para él. De todas formas, no suele requerir uno. Los humanos lo llaman con terror y los pokémon evitan el contacto con él. Al final, como sea que lo llamen, todos piensan en una sola cosa cuando lo ven:
Calamidad.
No estaba tan mal; la región de Kalos era suya. Nadie esperaba nada bueno de él, así que podía hacer lo que quisiera. ¿Qué importaba si lo despreciaban? ¿Qué importaba si el rey enviaba cazadores por su cabeza? Los humanos vivían tan poco que ni siquiera podía distinguir un monarca del anterior, y los pokémon, salvo su contraparte, eran todos iguales. Nunca se había cuestionado sobre lo que era, y nunca hubiera empezado a hacerlo de no haberla conocido.
Miles de años en el futuro, Lumiose sería una ciudad de vida y luz, tal como su hermana Xerneas; con sus torres, sus plazas y sus galerías rebosantes de lujo y espectacularidad. Pero entonces, bajo el imperio de sus alas, la capital era un sitio lúgubre y pobre donde se hablaba en voz baja, donde se asesinaba y conspiraba al amparo de la oscuridad y donde incluso el rey se despertaba agitado por las noches, buscando enemigos entre las cortinas.
El suyo era un reino de muerte y desolación, pero poco podía hacer al respecto. Solía levantarse con el alba para alzar el vuelo y recorrer la ciudad de una muralla a otra, sólo por el placer de contemplar su forma alargada sobre las calles y los tejados. Si se cansaba, tomaba asiento donde fuera, que nadie lo movería. Si tenía hambre, tomaría el primer Skiddo de un establo, que nadie lo detendría. Y esa mañana decidió que quería desayunar del ganado real y posar sus asentaderas en los palcos del almenas del castillo, de modo que voló al centro de la ciudad con un bostezo escapando de su pico. Y fue entonces que la vio por primera vez; sentada en una de las mesas dispuestas en el jardín real con un libro entre sus manos.
Pensó, con satisfacción, que saltaría de terror en cuanto viera su sombra, alzaría la vista, paralizada, y empezaría a gritar pidiendo ayuda, lo que sería completamente inútil; los guardias del castillo sabían que nada podían hacer en su contra.
Grande fue su sorpresa cuando ella levantó sus ojos hacia él y su única reacción fue agitar una mano en el aire.
—Alola.
Trastabilló en el aire, si eso fuera posible, y estuvo a punto estuvo de chocar contra una de las torres, pero logró mantener el equilibrio para descender con cierta dignidad sobre la terraza.
No sabía mucho de humanos, pero debía ser joven para su especie. Sus vestiduras, a diferencia de los ostentosos trajes que portaba la corte, eran más sencillas y de motivos florales. Lilas, como su largo cabello. Emitía una seguridad que hasta entonces no había visto en nadie que no fuera su hermana. Y sus ojos, aunque bonitos, parecían vacíos. Como si algo no estuviera completamente bien en ellos. Como si algo faltara. Nunca la había visto, estaba seguro de ello. No olvidaría a alguien que le causara tanta impresión.
—Nunca te había visto —repitió en voz alta, levemente frustrado.
—Soy nueva…
Era la primera vez que escuchaba ese término y, sin embargo, se sentía familiar. Parecía la clase de palabra que alguien usaría para hablar de su hermana.
¿Qué es un dios?
—Son pokémon especiales —respondió a la pregunta que Yveltal no formuló en voz alta—. Pokémon únicos que encarnan conceptos. —Abrió su libro a la mitad y señaló el texto—. Aquí pone que eres el dios de la región: el pokémon de la oscuridad y la muerte, ¿quieres ver?
Bajo sus plumas negras, la deidad alada enrojeció. No iba a reconocer ante esa humana que no sabía leer.
—Soy un dios —se defendió—. Tengo asuntos más importantes que hacer hablar al papel.
La humana le sonrió. —La mayoría de los dioses no sabe. La que vive en Isla Poni sí, pero los demás…
Se levantó de su silla y la arrastró hacia Yveltal. Quedó dándole la espalda y rodeada por su cuerpo, de manera que ambos pudieran ver el libro.
—Escucha, esto está interesante.
Horas después, cuando recordaba lo sucedido, se dio cuenta de lo absurdo que era todo. El "dios" como ella le llamaba, de la muerte, escuchando historias, cuentos falsos de sí mismo, de voz de una humana de ojos raros que acababa de conocer. Se sintió tan ridículo que no podía creerlo. Y a pesar de todo, no le disgustaba.
Las visitas a la terraza siguieron. A menudo, ella no estaba ahí y debía esperar a que apareciera ante la aterrada mirada de los guardias reales. Le contó muchas cosas sobre sí misma: se trataba de una princesa de un reino muy, muy lejano que había llegado a Kalos como invitada de la reina. En su tierra, los "dioses" convivían con los humanos. Había cuatro y no solo uno. Los reyes los invitaban a sus hogares, y ellos otorgaban sus dones a los humanos. Le habló de sus hermanos y hermanas. Y llegado el momento también preguntó por la suya.
—Casi no la conozco —respondió Yveltal—. Mientras ella duerme, yo vivo, y mientras ella vive, yo duermo.
La princesa, sorprendida, le dijo que no se mencionaba ninguna hermana en los libros de historia. A él no le pareció extraño. Los humanos tienen una memoria muy corta y tres mil años es mucho tiempo para ellos.
También le contó historias sobre Kalos. Mitos y leyendas sobre él mismo en su mayoría, pero también crónicas del tiempo presente. Fue gracias a ella que se enteró de que el rey había partido del reino con la mitad de su ejército y su consorte ejercía como regente. Fingió que entendía de qué hablaba. Ni siquiera recordaba el nombre de aquellos reyes.
Una tarde en particular, ella tardó en aparecer más de lo habitual; y cuando finalmente lo hizo parecía molesta. Su mejilla izquierda estaba enrojecida y en sus ojos se advertía el paso de las lágrimas.
—¿Estás bien? —inquirió el ave dios. No estaba acostumbrado a hacer esa clase de preguntas, pero ella le hacía hacer cosas que no acostumbraba.
—La reina. Es una estúpida, pero una estúpida con poder —espetó. Con el pasar de sus visitas había aprendido que tenía una lengua afilada cuando olvidaba la cortesía—. Me ha llamado de todo y me culpa por la guerra, y por los disturbios, y por ti. Dice que he traído mala suerte a su reino, como si necesitara más mala suerte estando tú aquí. Ojalá le pase algo de verdad malo para que se queje con motivo.
Esa tarde, mientras sobrevolaba el puerto de Coumarine, Yveltal divisó la flota mercante de Kalos. Eran los únicos navíos que quedaban en el reino según la princesa. Iban y venían en viajes a otras regiones para importar inciensos y gemas que no se conseguían en el reino.
Sin saber por qué, Yveltal comenzó a agitar sus alas para provocar un poderoso vendaval. Los barcos de madera crujían. Los humanos llamaban a sus pokémon, y los Mantine que trataban de salvarlos fueron arrastrados por el viento. Escuchó gritos, súplicas y maldiciones. Rayos de los Lanturn que trataban de hacerlo caer, sin éxito. Al cabo de unos minutos entendió lo que había hecho, pero no comprendía por qué. Ni tampoco comprendía por qué, si siempre lo hacía, sólo ahora se cuestionaba al respecto. ¿Era lo que ella decía? ¿Un dios de muerte y destrucción? ¿Era eso lo que encarnaba? Sus ojos apuntaban hacia abajo, pero no veía el naufragio ni escuchaba a los supervivientes. Su mente había huido a un lejano lugar persiguiendo un eco distante.
—Supe lo que pasó ayer —fueron sus primeras palabras. La princesa estaba rebosante de alegría—. Lo que hiciste en el puerto, ¿fuiste tú?
Asintió y la princesa empezó a reír, con tanta fuerza que casi se cae de su silla.
—Eres increíble. Pido un poco de caos y vas y lo haces para mí. Debiste ver la cara de la reina: estaba furiosa por sus preciosos cargamentos de cristales. Debería pensarlo dos veces antes de robar de mi tierra.
—¿Tu tierra?
—Hace poco, sus exploradores descubrieron mi reino. Desde entonces hemos estado "comerciando". Kalos es mucho más fuerte, y mi padre es un hombre razonable. Por eso eligió razonablemente bajar la cabeza y aceptar tratos de comercio razonables. Y razonablemente me mandó hacia acá.
—Dijiste que eres invitada de la reina.
—"Invitada" es una eufemismo elegante para "rehén". —El ánimo abandonó su semblante. Su sonrisa se torció en una fea mueca de resentimiento—. Estoy aquí en caso de que a mi padre se le ocurra rebelarse. Mientras tanto, gozo de la "hospitalidad" real.
Yveltal permaneció en silencio. Las conversaciones no eran lo suyo, y ella parecía retarlo a hacer o decir algo interesante. Si no, se aburriría. Si no, tal vez se iría.
—Pero mi padre tenía sus razones. Yo era la elección correcta después de todo. Y aquí… al menos estás tú —le sonrió—. Hacés este sitio mucho más divertido.
Esa noche, Yveltal voló hacia el bosque real, dejó que sus alas se iluminaran de luz escarlata y liberó toda su fuerza sobre la naturaleza. Lo que quedó a su paso fue un cementerio de piedra y sus energías repuestas. Sentía una extraña agitación en el pecho y no sabía a qué se debía,
pero se sentía bien. Y cuando repitió el proceso sobre el gremio de entrenadores, esa agitación era muy similar a lo que otros llamaban felicidad. A cada mañana, la princesa lo recibía con las noticias del reino y una sonrisa de satisfacción. Para él, era completamente nuevo: no sólo alguien lo apreciaba, sino por lo que hacía y por lo que era. Alguien valoraba lo que tantos condenaban en él, y hasta ese momento no había sido consciente de cuánto le importaba, de lo sombría que era para él su propia aura oscura. Era una fuerza del mal, era la encarnación de la muerte. Y por primera vez, se sentía en verdad a gusto con ello.
Una tarde, fue a visitar a la princesa y no la encontró. En su lugar estaba Atem vestido como bufón.
Tenía la apariencia de un adolescente de cabello rubio y ojos violetas. Un traje multicolor, un sombrero con cascabeles y un laúd de cuerdas rotas que fingía tocar mientras hacía ruidos con los labios cerrados. En cuanto vio a Yveltal, hizo una marcada reverencia quitándose el sombrero tintineante.
—Así que aquí has estado todo este tiempo —canturreó con su voz infantil.
—Y tú no estabas por ningún lugar.
—Has estado muy activo últimamente. Me pregunto por qué será…
o por quién.
Una parte de Yveltal detestaba a Atem. Pese a su apariencia de tonto, podía ser muy astuto.
—Ya lo sabes.
—Eres mi amigo y trato de protegerte. No quiero que salgas lastimado.
—¿Lastimado? —La sola idea lo hacía reír—.
No hay nada que pueda lastimarme en este mundo salvo ella, y ahora duerme.
—No te confíes —replicó el bufón—. El mundo está lleno de cosas que pueden herirte, y de distintas formas.
Dio un largo bufido. Esperaba encontrar a la princesa, no tener una conversación absurda con él.
—Hago lo que siempre he hecho, ¿cuál es el problema?
—Pero, ¿por qué lo haces ahora?, ¿qué esperas ganar a cambio?
—¿Por qué hablas como si lo supieras todo? —Empezaba a alterarse. La expresión serena de aquel bufón lo hacía rabiar—. ¿Qué te hace pensar que lo entiendes?
—Lo entiendo. Y sé que esto no saldrá bien.
Antes de que pudiera responderle, escuchó los pasos de alguien subiendo por las escaleras. Se trataba de la princesa, quien llegaba con las mejillas enrojecidas y la respiración agitada.
—No vas a creer lo que acaba de pasar —le dijo cuando recuperó un poco de aliento—, la reina…
Se quedó mirando al bufón, sorprendida por un momento. Yveltal trató de pensar en cómo presentarlos, pero al momento siguiente, la princesa lo señaló con un dedo.
—Eres el cómico de la corte, ¿cierto?
Y Atem hizo una exagerada reverencia tropezando con sus propios pies para arrancarle una risa.
—El hecho de que su Alteza me recuerde hace latir mi corazón.
—¿Cómo no hacerlo? Esa canción sobre el rey y las flores fue lo mejor que he escuchado.
El bufón hinchó su pecho de orgullo.
—No es derecho de un sirviente cuestionar las preferencias de los reyes.
Sólo digo que el rey parece disfrutar más de su pokémon que de su esposa.
La princesa volvió a reír, esta vez mucho más fuerte. Había algo en su risa que enfurecía a Yveltal.
—¿Cómo se conocen ustedes?
—Atem ya se va —dijo Yveltal.
—Atem no va a ningún lado —dijo el propio Atem. Yveltal lo envolvió entre las largas plumas de su ala izquierda como si fueran dedos y lo lanzó a la distancia hasta que se convirtió en un pequeño punto de luz. La princesa parecía divertida.
—Así que se llama Atem. O se llamaba.
—Espero no verlo pronto.
—Es una lástima —suspiró y se sentó en su silla. Había varios libros sobre la mesa que le había estado leyendo—. En mi reino no hay bufones… además de mi padre.
—¿Tu padre?
La princesa asintió. —Hacía bufonadas para divertir al rey de Kalos, pero ninguna como enviar a su propia hija lejos de casa.
La sonrisa se fue de nuevo. Un momento atrás odió verla reír, pero verla triste lo enfurecía más.
—Pero tenía sus razones. Mi hermano mayor es el heredero, y soy la única que da problemas.
—¿Qué clase de problemas? —inquirió. Sus conversaciones solían ser así: ella hablaba y él preguntaba cosas para que siguiera hablando.
—Ellos me siguen. Ellos… parecen pokémon, pero no lo son. Son diferentes. Llegan a través de… puertas, o de huecos, no lo sé, como rupturas en el aire. Son raros y peligrosos.
—¿Quiénes?
—No sabemos. Pero son fuertes, y vienen tras de mí. Todos dicen que también iban tras mi madre hasta que se la llevaron a algún lugar. Supongo que mi padre se cansó de perder guardias y pokémon luchando con ellos y me envió a Kalos para librarse de problemas. Mi hermano dice que tal vez trataba de vengarse de su rey —sonrió—. Eso sí que sería divertido. Verlos causar problemas aquí. Tal vez me están buscando y lleguen en cualquier momento.
—Yo puedo causar problemas —se apresuró a decir, y se sintió absurdo tan pronto como se escuchó.
—Me estoy aburriendo. Estoy harta de la reina y de este reino de muerte. De estos "palacios" de piedra sin vida. De su gente amargada. De todo.
«¿De mí?»
—Deberíamos irnos —le dijo de repente—. A algún lugar, tú y yo. Subo a tu espalda y me llevas volando a otro reino, o a donde sea. Algún lugar que no sea Kalos, que no sea como mi reino.
Yveltal extendió sus alas, proyectando su sombra sobre la terraza y alzó el vuelo aterrado, huyendo tan rápido como podía sin saber qué lo perseguía. La agitación en su pecho se aceleraba al punto que creía estallar en cualquier momento. La cabeza le daba vueltas, y él empezó a dar vueltas también alrededor del castillo, alejándose cada vez más.
—Estoy asustado —dijo al fin. Atem se reclinó sobre la rama del árbol de piedra de lo que había sido un bosque pocas semanas atrás.
—Así que el gran Yveltal está asustado. ¿No eras la encarnación del terror? ¿No eras el dios de la muerte? ¿No tendrás dolor de barriga?
—Cállate. He visto el miedo todo el tiempo. Es lo único que veo cuando me ven. Pero ahora…
—Sí, sí. Es muy diferente sentirlo a producirlo. ¿Qué te asusta tanto?
—Ella dice… la princesa…
—Debes parar —replicó contundente—. Ahora. Sus tiempos de vida son muy diferentes. Están en sitios distintos del Eje del Tiempo.
—Todavía no te digo nada. Sé que los humanos son mortales, pero…
—No hablo de ella, sino de ti. Es muy divertido ahora, ¿no crees? Vas y vienes por el reino causando catástrofes para hacerla reír, y nadie se atreve a tocarla porque saben que tú la defiendes.
¿Pero qué pasará cuando no estés? ¿Qué detendrá a la reina de volcar su frustración en ella? Debes parar. Antes de que sea demasiado tarde.
Sintió una extraña presión sobre su espalda. Como si el mismo aire se hubiera vuelto de piedra y tratara de aplastarlo. Nunca había pensado en ello. Había olvidado por completo la noción del tiempo.
—¿Cuánto tiempo falta para que tu hermana despierte?
—No lo sé. Dos o tres lunas.
—Es poco tiempo —reflexionó el bufón—, pero puede bastar.
¿Bastar? ¿Para qué? ¿Qué sabía él?
—Tú no sabes nada.
Huyó una vez más, pero ahora sabía que se trataba del miedo. Cuando Xerneas volviera, él tendría que dormir. Era el pacto sagrado por el que estaban atados desde su nacimiento, y la región sería suya por los próximos tres mil años. Los humanos vivían un parpadeo de eso.
¿Qué podía hacer? La reina tomaría represalias contra ella. Xerneas cambiaría el continente a su imagen y semejanza. No confiaba en Atem, y ni siquiera estaba seguro de que pudiera hacer algo de cualquier modo. ¿Qué podía hacer? Tal vez, como ella dijo: podían huir lejos, muy lejos, a algún sitio desconocido solo para los dos. Pero en cuanto él debiera dormir, ella se quedaría sola.
O usar el tiempo que les quedaba para buscar otro reino, uno que la recibiera con los brazos abiertos. Pero el sólo pensamiento de que ella pudiera olvidarlo le laceraba el pecho.
No era bueno pensando. No era bueno en nada que no fuera destruir y, por primera vez, no era suficiente. Tal vez nunca lo había sido. Necesitaba hacer más, ser más.
Una sombra muy oscura se extendía desde la parte posterior de su cabeza y empezaba a cubrirlo todo. Yveltal sentía miedo, una nueva clase de miedo llamada desesperación. Sin importar qué hiciera, su tiempo se agotaba.
Y lo que más le aterraba era la certeza de que,
la próxima vez que abriera los ojos, ella se habría ido para siempre.
Yveltal partió hacia el castillo esa mañana, sabiendo que sería la última vez que lo haría. Le diría a la princesa que aceptaba; que se marcharían a donde ella quisiera, que la llevaría volando de vuelta a su hogar o a cualquier otro lugar. Ella sabría qué hacer. Él no tendría que pensar más.
El alboroto en las murallas lo sorprendió y bajó su altura antes de llegar a su terraza. Los soldados del rey y sus pokémon se enfrentaban a una invasión salvaje, o al menos eso parecían a primera vista. Había algo anormal en ellos. Algo que lo hacía sentir inquieto. Orbes flotantes con tentáculos transparentes, insectos de apariencia monstruosa, dragones viciosos, fortalezas andantes, árboles que rebosaban de electricidad. ¿Qué eran esas cosas? ¿A qué venían?
«Vienen tras de mí»
Sus pensamientos pararon en un instante. Sus alas se volvieron oscuridad y un poderoso pulso umbrío hizo desaparecer la mitad del palacio. La mitad que no le interesaba. Ascendió a toda velocidad al lugar de ambos con el corazón latiendo desenfrenado. Ella sabía que vendrían. No podía haber llegado demasiado tarde. Aún no se la habían llevado.
Creyó que sus ojos lo engañaban cuando, un segundo después, la encontró. Había una criatura en la terraza: una especie de humano de papel blanco con una cruz en la cabeza, mitad blanco y mitad carmesí por la sangre que lo cubría sujetando a su princesa.
Y ella, tomando las manos del invasor, sonreía.
Yveltal la protegería.
Yveltal la sacaría de ahí.
Yveltal acabaría con sus enemigos.
Su Ala Mortífera voló con la fuerza del sol hacia el indefenso espadachín. No se molestó en buscar su cadáver. Alertados por su presencia, los otros invasores se arremolinaron en torno a él. Los árboles de electricidad convocaban relámpagos que lo perseguían. Los dragones lanzaban llamas. Las medusas flotantes se aferraban a él con sus tentáculos, tratando de envenenarlo, pero él era el dios de la muerte y con muerte iba a bendecirlos. No iban a hacerle daño. Nadie podía detenerlo.
Su cuerpo entero se paralizó cuando escuchó ese grito de terror.
Su princesa estaba en el centro de la terraza, rodeada por un círculo de cadáveres. Con las flores de su vestido teñidas de negro.
—No debes temer —le aseguró. Pero ella temblaba—. No debes temer.
Y cuando alzó sus ojos hacia él, no encontró miedo sino rabia.
—¿Qué hiciste? —preguntó con voz quebrada—. ¿Qué diablos hiciste?
—Protegerte —respondió asustado—. Ellos iban a…
—¿QUÉ DIABLOS HICISTE?
El ave, asustada, bajó la cabeza. El que hace unos segundos era el avatar de la muerte se sintió tan indefenso como un fletching.
—No me mientas —aseveró—. No hiciste esto por mí. Ellos iban a sacarme de aquí. A hacer lo que tú no.
—Yo… no sabía…
—¡Sí sabías! Vi cómo nos veías. Te estoy viendo ahora. ¿Crees que soy idiota? ¿Crees que los humanos somos idiotas?
Empezó a faltarle el aire. Su vista se nublaba. El Eje del Tiempo lo abandonó.
—Está bien si me quedo aquí solo para ti, ¿verdad? Como un juguete. Como una mascota en una jaula. ¡Eres tan egoísta! ¡Todos ustedes son tan egoístas!
«Basta»
—¡Quieres que me quede en tu oscuro reino de muerte!
Su ala derecha se alzó contra su voluntad.
—¡Monstruo!
Avanzando peligrosamente hacia ella.
«Detente».
—¡Desaparece!
Sus plumas de muerte atravesaron la carne. El cuerpo de su princesa cayó al suelo con el eco de un sonido seco. Algo dentro de Yveltal se rompió.
Y entre ambos, con el hombro ensangrentado, se hallaba de pie un bufón que no reía.
—Te dije que pararas.
Atem se despojó de su camisa multicolor. Ya no servía para nada. La sangre corría por su pecho y sus ojos eran fríos como el vacío. Volvió la vista hacia la princesa; él había absorbido la mayor parte del impacto, pero no pudo protegerla por completo.
—Mira lo que has hecho. Te lo advertí. Te lo advertí, Yveltal. ¿Por qué tienes que ser tan ingenuo?
El ala se alzó. El ala volvió a caer como una espada, pero esta vez el bufón la retuvo entre sus dedos.
—Le prometí a tu hermana que cuidaría de ti. Que evitaría que te hicieras daño.
Soltó sus plumas y dio un salto hacia atrás. Extendió sus brazos. Extendió sus manos. Tenues corrientes de electricidad empezaron a circular por sus dedos.
—Parece que ambos fallamos.
La corriente eléctrica se hizo cada vez más fuerte hasta que empezó a quemar el aire a su alrededor. Calentando todo hasta llevarlo al punto en que las partículas se rompen y se convierten en el fuego de los astros. De sus diez dedos se extendían diez enormes lanzas del fuego más ardiente.
Yveltal esquivó la estocada, y las llamas de Atem se hundieron en el corazón del castillo como si fuera de carne. Lanzó un segundo ataque que golpeó al ave en la cola y le hizo perder el equilibrio por un momento.
—Y voy a ponerle fin.
Yveltal se elevó de nuevo. Atem saltó hacia él, pero fue recibido en el aire por un Ala Mortífera que le dio de lleno y su cuerpo empezó a caer mientras se convertía en piedra.
Con un suspiro, el bufón que no era bufón se dejó caer hacia el vacío.
«No queda otra opción»
Para resurgir de los escombros como un ave de fuego y de luz.
—¡YVELTAL!
Sus plumas resplandecían con todos los colores. La luz que emitía era tan intensa como el sol. Una presencia opuesta a la suya. Una existencia opuesta a la suya. Un concepto forjado para darle fin al suyo.
Un gruñido escapó de la garganta de Yveltal. El aura sombras que lo rodeaba tomó la forma de cientos de alas enormes que se proyectaban hacia el horizonte, cada una con el poder de segar vidas como hojas de hierba. Incluso si esa vida era la de otro dios. Ignoró el dolor punzante detrás de su cabeza y las alas estallaron en miles de estacas hacia el ave de fuego.
Atem hizo un movimiento simple.
Las alas multicolores se balancearon de arriba hacia abajo. Su objetivo no era Yveltal, sino la tierra debajo de él. Con un estruendo, sus llamas hicieron estallar el suelo bajo sus patas como una ola de tierra fundida y escombros que consumió la lluvia de muerte del ave oscura. Y tan pronto como su barrera se disipó, un gigantesco pilar de relámpagos surgió de la tierra para golpear al ave en las alturas. Pero sabía que eso no bastaría. La ira que consumía a Yveltal no cedería tan fácilmente.
«No me obligues a matarte»
Yveltal se había ido. Estaba ya en un lugar muy lejano cuando la luz violeta de su Ala Mortífera se concentró en su pecho como una estrella y descendió sobre las ruinas de Lumiose, ni sintió el Fuego Sagrado de Ho-Oh ascender como una nube de azur para quemar su oscuridad, liberando explosiones como arcoiris en el cielo. Sus fuerzas, equilibradas, se negaban a ceder, pero él ya no lo sentía ni le importaba. Había una esencia inmensurable frente a él y todo lo que deseaba era estrellarse contra ella. Arder, arder hasta desaparecer. Hasta dejar de sentir. Se embistieron uno al otro con sus cuernos y crestas por delante. Danzaron en el aire como dos fuerzas opuestas. Chocaron sus alas, buscando su reflejo en los ojos del otro y, finalmente, se replegaron a la distancia, en esquinas opuestas de la ciudad.
Atem vio brillar el plumaje de Yveltal. Conocía esa incandescencia, era la luz de su alma consumiéndose, el Arte que sólo un Ave Dios puede ejecutar. Y tomó una decisión: su propio cuerpo empezó a refulgir con idéntico brillo y, por un instante, fue como si dos soles iluminaran Kalos. Y dejando una estela de destrucción a su paso, las deidades colisionaron en el corazón de un reino condenado, se repelieron y volvieron a fundirse para acabar la una con la otra. Los pokémon habían huido. Los humanos no habían sido tan afortunados. Nadie quedaba para contemplar las alas de la muerte y la resurrección en su pugna sin fin.
«Siempre es igual»
«Siempre venían a nuestro hogar. Siempre aceptaban nuestras ofrendas. Pensamos que estarían ahí para protegernos. Lele jugaba con nosotros. Fini nos leía. Bulu comía en nuestros banquetes. Koko volaba por nuestros cielos»
«Pero cuando aparecieron los invasores, no contamos con ninguno de ellos. Vi sonreír a Lele mientras esparcía la enfermedad que hizo enloquecer a todos en Akala»
«Vi a Koko carbonizar a cada humano y pokémon que luchó en ambos bandos de la batalla de Melemele»
«Vi a Bulu escapar a la cima de Lanakila luego de arrasar las aldeas que se atrevieron a exigir su ayuda»
«Y en las Islas de la Esperanza encontramos sólo desesperación».
Cuando la princesa abrió los ojos, los dos seguían luchando en el cielo, pero ya no había nada de divino en ellos. Maltrechos, exhaustos y ensangrentados.
Lo único que veía era dos aves salvajes arrancándose las plumas.
—¿Qué tienen de glorioso?
Su voz era un susurro imperceptible incluso para sí misma. Era imposible que nadie más lo oyera y, sin embargo, el ave negra sobre su cabeza se detuvo en un instante que el ave arcoíris aprovechó para asestar un zarpazo sobre su cabeza.
—Los dioses… —deliró, herida y vacilante—, los dioses…
El cuerno derecho de Yveltal se desprendió de su cráneo, y las garras de Ho-Oh se clavaron profundamente en su cuello y sus ojos.
—Los dioses…
Había dejado de luchar. Su cuerpo ya no podía luchar. Atem lo sujetó con el pico y se lanzó con él de vuelta a la tierra.
—¿¡QUÉ COSA SON!?
El espadachín trazó un arco con su brazo frente a ella, repeliendo la lluvia de escombros que levantaron con su caída y dejando una fisura que conectaba las dimensiones antes de caer rendido una vez más.
—No esperes comprenderlo jamás —escuchó decir a una voz antes de cerrar los ojos y arrojarse al otro lado de la puerta. Lo último que vio Yveltal antes de que sus ojos se apagaran, demasiado débil para intentar detenerla.
—Y tú, mi amigo, necio fuiste.
Atem volvió a su disfraz humano y apoyó su espalda contra lo que había sido una columna. Cansado. Triste. Rendido.
—Es tu naturaleza. Así eres. Traes miseria porque eres miseria. Traes muerte porque eres muerte. No es tu culpa que no puedas ser otra cosa.
Suspiró. Yveltal quería creer que tenía razón. Quería sentirse confortado por sus palabras.
—Solo… olvídalo. Tu tiempo ha llegado; descansa. Es la hora de Xerneas. Cuando despiertes en tres mil años, ni siquiera la recordarás.
Sintió que su corazón se detenía.
—¿Qué es una humana al otro lado del Eje del Tiempo? Tu lugar es aquí. Duerme, y despierta para traer muerte de nuevo. ¿No es lo que eres? ¿No es más fácil así?
—No.
En un largo, lento y doloroso proceso, Yveltal logró erguirse sobre sus patas. Incapaz de agitar sus alas, las arrastró a través del fango y la tierra.
—¿Qué crees que haces? ¿Piensas ir tras ella? ¿Qué hay de Xerneas?
—Lidia tú con ella.
Sus ojos se habían ido. Aún así, sentía por primera vez en su vida inmortal que iba en la dirección correcta.
—No va a ser así. No me interesa lo que digas. Tú no decides.
—Yo no decido —lamentó Atem—. Es lo que eres. Es tu naturaleza.
—Tienes razón —concedió—. Pero ya no lo quiero.
Ha sido lo último que se ha visto de Yveltal. Dos meses después, Xerneas despertó y Kalos se olvidó del Aura Oscura por los siguientes tres mil años. El único testigo de su paso por el mundo, Atem, se había marchado ya a la región de los mitos y las tradiciones. Tanto él como su princesa fueron borrados de la historia para siempre.
Pero la eternidad es relativa, y si la persigues lo suficiente, ella también llega a su fin. Se acerca el tiempo del sueño de Xerneas, y cuando llegue, el mundo sentirá la ausencia de Yveltal, como sentirá la de ella. El Eje del Tiempo los ha registrado a ambos, y sus presencias entrelazadas lo han sacado de su curso. Pero esa es la historia que estamos por contar: la historia que el eco de sus almas ha trazado para nosotros.