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La historia de la vida de Maquio, el Zorua, y de sus tretas y picardías
Capítulo I
En donde doy cuenta de quién soy y quiénes fueron mis padres, y de las primeras travesuras que hice siendo un cachorro
No querría yo contarte cómo es que llegué hasta este punto sin antes darte cuenta del cuento de mi vida, pues te aseguro que el oírlo te será de mucho gusto y provecho, según es de inusual y asimismo se hallan en él tantos buenos sucesos como, por el doble, otros más desventurados. Con esto, y para comenzar con el discurso de mis numerosas penumbras, primero te contaré la de mi nacimiento, que fue dentro del bosque al cual llaman el de los Perdidos, por ser este tan intrincado y plagado de asperezas. Fue allí donde mi madre me parió un día sobre una tronchada encina, y de ahí a otros treinta el huevo eclosionó, en el cual tiempo mi madre se acomodó de todo lo necesario para que viniese al mundo con toda comodidad y regalo. Siendo así, se podría decir que nací bajo mucho agasajo y buen cuidado, y que con ellos jamás me faltó cosa con que entretener el apetito, ni madriguera en que resguardarme, o sitio en do mantenerme calentito.
De mis padres sé decir que fueron los más pícaros y artificiosos ladrones que conocí jamás; pues, ni aún hubiesen aunado fuerzas todas cuantas organizaciones del mal hay y hubo en el mundo, se les han de aparejar en maña ni astucia. Era mi madre una artera y valerosa Zoroark, que siempre fue uso en este nuestro siniestro linaje tener tales cualidades; y para acreditar esto diré que en mi vida vi humano que haya tenido tantas profesiones como las tuvo mi madre: según fue curandera, hilandera, cocinera, labradora, atleta, criada, dueña, oficial, pregonera, entrenadora, duquesa y vagamunda, y aunque esto último no sea oficio ni condición honrada, era el que más provecho le traía, porque cuando lo hacía de su habilidad de ilusión, se mudaba el rostro en el de alguna modelo o celebridad famosa, por cuya belleza y semejanza recibía luego tanta caridad como pretendientes, de los cuales también se aprovechaba para hurgarles la faldriquera.
Mi padre tampoco se quedaba atrás en cuanto al arte del robo, mas estaba un tanto menos favorecido de su raza, ya que era un Liepard que tenía más garras de rapaz que lengua de mentiroso; y así decía él que no era ladrón, sino un recaudador de lo ajeno, y que era ejercicio muy honrado, por tener de natural su especie un no sé qué de maldad y de bellaquería; y con esto discurría el granuja de mi padre en estas fantasías, y yo procuraba imitarle en todo cuanto le oía decir hacía, de que no pocos sinsabores obtuve luego.
Referida, pues, la condición y el ejercicio de mis padres, te diré que estando yo rodeado de tanta viveza y superchería, vine asimismo a ser la flor de la picardía y el espejo de sus maldades, y por momentos daba muestras de todas las diabluras que de ellos aprendía, siendo una de estas que, ya industriado de cómo había de usar mi habilidad de ilusión, mudaba mi forma a la de un humano porque aquellos no me quisiesen capturar, que harto sé yo cómo vienen a estos bosques en busca de todas cuantas especies pokémon pudiesen hallar, para después encerrarlas en aquellas negras esferas, (que Arceus les encierre luego en las bóvedas del infierno). Con esto, digo que estando yo instruido de cómo había de haberme entre humanos, y habiendo ya mudado mi aspecto al de uno, me llegaba hacia donde había algún grupete de ellos y, tan pronto como llegaba, huían luego con tanta alarma y espanto, que arrojaban todos sus pertrechos al suelo y echaban a correr en tercio y quinto. Luego conocí yo que toda aquella huida era porque, como aún era cachorro, y poco me curaba en esto de la notomía humana, tomaba el rostro, mas al cuerpo, ora por descuido o mocería mía, le tenía sin mudanza alguna, de modo que me semejaba más a un maldito endriago que a un auténtico humano. Pero, no curándome en apropiarme de todo cuanto por su temor los humanos desamparaban, menos me curaba del horror de mi figura; y así, me entregaba a todo aquello que hallaba dentro de las bolsas, comiéndomelo a dos carrillos, y lo que no me lo podía comer lo intercambiaba luego por cosas de mayor uso y provecho con los pokémon del lugar, diciéndoles que aquellos eran objetos de gran valor y beneficio, y como los veían tan exóticos y relucientes me los solicitaban a voz en cuello.
Es, pues, que con la mucha picardía, y la poca vergüenza, iba hecho un malhechor, y andaba muy de repapo de loma en loma con una mi mochila viendo en qué robar, y fue que un día vi un nido de Unfezant sobre la rama de un olmo viejo, y con decirte que llevaba muchísimo antojo de huevos, (que hasta el día de hoy aún no entiendo por qué es que se me ríen cada vez que menciono esto), sin ser poderoso en otra cosa, me aferré con mucha presteza al tronco y presto me senté sobre la rama. Cabe luego mencionar que, en aquel mismo instante en que me hube subido, me vinieron unas ganas de hacer lo que nadie más podía hacer por mí, que al tiempo en que me proveía de los huevos, echándolos dentro de la mochila, me proveí asimismo sobre el nido, cosa que la mamá Unfezant no habría dejado de notar, ni de oler, pues te juro que a dos leguas se echaba de notar la peste, según era la variedad y la frecuencia con que había estado comiendo. Reí mucho mi picardía aquel día, y mis padres la celebraron por el doble tanto, mientras chupaban de los huevos como sanguijuelas, pero, como no hay en el mundo fechoría alguna que el cielo, quien dispone suavemente de todas las cosas, no castigue con otra peor, me aconteció luego tal desgracia, como oirás, que aún al día de hoy me sigue pesando:
Resulta ser que, habiendo con mi madre ideado un artificio con que robar con más gracia e inventiva, (el cual consistía en mudar mi aspecto al de un niño, y mi madre, al de una desesperada y afligida mujer, y con esto irnos a la entrada del bosque, donde más frecuentaban los humanos, ado mi madre pedía ayuda a voces, diciendo que su hijo se había quedado con un pie atorado bajo una gran raíz, porque pronto alguna pobre ánima acudiese a socorrerme, a quien luego le hurtábamos hasta los zancajos), un día nos fuimos, como era usual, con mucha pompa a aquel sitio; yo venía repitiendo una y otra vez mis líneas en la memoria, que las había estado ensayando durante toda aquella mañana porque no se me olvidasen, puesto que en aquel entonces no hablaba ni entendía la lengua humana, cosa en que mi madre era una maestra, según oraba con una música y una elocuencia, que ni mil echacuervos le echaban la graja, e incluso oírle pedir limosna era cosa de admirar. Digo, pues, que para mi desventura, puesto que en aquel momento no la había echado de ver, mi madre había elegido aquel mismo olmo en cuyo nido había parido mi hediondez para que yo hiciese mi ceremonia; y yo, que me había aprendido mis versos de memoria, y asimismo los declaraba como cantados, encajé mi pata bajo una raíz que del árbol sobresalía, fingiendo estar atorado, con la diferencia que la había encajado de tal manera, que me atoré de veras, y no me había dado cuenta de ello sino hasta que mi madre volvió con nuestra víctima. Y pues, viendo no me podía zafar en tratando de acometerle, el humano finalmente cayó en el achaque de la burla, mal de mi grado y peor de mi suerte.
Tras esto, el humano echó correr tras mi madre, quien, hecha ya Zoroark, huía despavorida, no sin antes darme una coz más redonda que una pokébola, tan infernal, que aún porfío en tratar de recordar si fue aquello lo que luego me dio la mayor pesadumbre de aquel día, o si en cambio fue lo que en breves te diré. Digo esto porque así como me golpeó, el nido, cuya rama en do descansaba estaba sobre mi cabeza, me cayó de lleno en todo el rostro, embarrándomelo de mi propia caca, (aunque si a trueco me hubiesen caído encima los huevos, a lo mejor lo sufría más). Quedé con esto más hediondo que un Trubbish, y en lo gordo se me echaba de ver, (y te pido perdón por la palabra que voy a usar), lo cagado que estaba. Pero sin dudas el mayor error que cometí aquel día fue pensar que no iba a haber cosa peor con que mi fortuna habría de castigar mis malas obras, porque tan pronto como me hallé solo, en mala hora y peor sazón vino mamá Unfezant a terminar con la tarea que el humano con su patada había comenzado, y con esto me empezó a asestar de tantos picotazos, que quedé descalabrados los cascos, brumados los huesos y derrumbado el orgullo.
Terminada, pues, la tanda y tunda picotesca, me fui adonde mis padres, con tanto dolor de mi cuerpo y pesadumbre de mi ánima, que acaso llegué antes que acabase el día dando tumbos y medio muerto. Yo me las daba al diablo y a la puta que me parió, renegando de la maldita hora en que hube nacido entretanto que hacía mil berrinches, y daba otras dos mil pataletas sobre el negro y sucio suelo de mi madriguera.
Ahora, solo diré que, si es que aún no te ha quedado claro cuán mal me tuvo aquel suceso, te juro que de allí a los siguientes diez días no me atreví a robar migaja de cosa.
De mis padres sé decir que fueron los más pícaros y artificiosos ladrones que conocí jamás; pues, ni aún hubiesen aunado fuerzas todas cuantas organizaciones del mal hay y hubo en el mundo, se les han de aparejar en maña ni astucia. Era mi madre una artera y valerosa Zoroark, que siempre fue uso en este nuestro siniestro linaje tener tales cualidades; y para acreditar esto diré que en mi vida vi humano que haya tenido tantas profesiones como las tuvo mi madre: según fue curandera, hilandera, cocinera, labradora, atleta, criada, dueña, oficial, pregonera, entrenadora, duquesa y vagamunda, y aunque esto último no sea oficio ni condición honrada, era el que más provecho le traía, porque cuando lo hacía de su habilidad de ilusión, se mudaba el rostro en el de alguna modelo o celebridad famosa, por cuya belleza y semejanza recibía luego tanta caridad como pretendientes, de los cuales también se aprovechaba para hurgarles la faldriquera.
Mi padre tampoco se quedaba atrás en cuanto al arte del robo, mas estaba un tanto menos favorecido de su raza, ya que era un Liepard que tenía más garras de rapaz que lengua de mentiroso; y así decía él que no era ladrón, sino un recaudador de lo ajeno, y que era ejercicio muy honrado, por tener de natural su especie un no sé qué de maldad y de bellaquería; y con esto discurría el granuja de mi padre en estas fantasías, y yo procuraba imitarle en todo cuanto le oía decir hacía, de que no pocos sinsabores obtuve luego.
Referida, pues, la condición y el ejercicio de mis padres, te diré que estando yo rodeado de tanta viveza y superchería, vine asimismo a ser la flor de la picardía y el espejo de sus maldades, y por momentos daba muestras de todas las diabluras que de ellos aprendía, siendo una de estas que, ya industriado de cómo había de usar mi habilidad de ilusión, mudaba mi forma a la de un humano porque aquellos no me quisiesen capturar, que harto sé yo cómo vienen a estos bosques en busca de todas cuantas especies pokémon pudiesen hallar, para después encerrarlas en aquellas negras esferas, (que Arceus les encierre luego en las bóvedas del infierno). Con esto, digo que estando yo instruido de cómo había de haberme entre humanos, y habiendo ya mudado mi aspecto al de uno, me llegaba hacia donde había algún grupete de ellos y, tan pronto como llegaba, huían luego con tanta alarma y espanto, que arrojaban todos sus pertrechos al suelo y echaban a correr en tercio y quinto. Luego conocí yo que toda aquella huida era porque, como aún era cachorro, y poco me curaba en esto de la notomía humana, tomaba el rostro, mas al cuerpo, ora por descuido o mocería mía, le tenía sin mudanza alguna, de modo que me semejaba más a un maldito endriago que a un auténtico humano. Pero, no curándome en apropiarme de todo cuanto por su temor los humanos desamparaban, menos me curaba del horror de mi figura; y así, me entregaba a todo aquello que hallaba dentro de las bolsas, comiéndomelo a dos carrillos, y lo que no me lo podía comer lo intercambiaba luego por cosas de mayor uso y provecho con los pokémon del lugar, diciéndoles que aquellos eran objetos de gran valor y beneficio, y como los veían tan exóticos y relucientes me los solicitaban a voz en cuello.
Es, pues, que con la mucha picardía, y la poca vergüenza, iba hecho un malhechor, y andaba muy de repapo de loma en loma con una mi mochila viendo en qué robar, y fue que un día vi un nido de Unfezant sobre la rama de un olmo viejo, y con decirte que llevaba muchísimo antojo de huevos, (que hasta el día de hoy aún no entiendo por qué es que se me ríen cada vez que menciono esto), sin ser poderoso en otra cosa, me aferré con mucha presteza al tronco y presto me senté sobre la rama. Cabe luego mencionar que, en aquel mismo instante en que me hube subido, me vinieron unas ganas de hacer lo que nadie más podía hacer por mí, que al tiempo en que me proveía de los huevos, echándolos dentro de la mochila, me proveí asimismo sobre el nido, cosa que la mamá Unfezant no habría dejado de notar, ni de oler, pues te juro que a dos leguas se echaba de notar la peste, según era la variedad y la frecuencia con que había estado comiendo. Reí mucho mi picardía aquel día, y mis padres la celebraron por el doble tanto, mientras chupaban de los huevos como sanguijuelas, pero, como no hay en el mundo fechoría alguna que el cielo, quien dispone suavemente de todas las cosas, no castigue con otra peor, me aconteció luego tal desgracia, como oirás, que aún al día de hoy me sigue pesando:
Resulta ser que, habiendo con mi madre ideado un artificio con que robar con más gracia e inventiva, (el cual consistía en mudar mi aspecto al de un niño, y mi madre, al de una desesperada y afligida mujer, y con esto irnos a la entrada del bosque, donde más frecuentaban los humanos, ado mi madre pedía ayuda a voces, diciendo que su hijo se había quedado con un pie atorado bajo una gran raíz, porque pronto alguna pobre ánima acudiese a socorrerme, a quien luego le hurtábamos hasta los zancajos), un día nos fuimos, como era usual, con mucha pompa a aquel sitio; yo venía repitiendo una y otra vez mis líneas en la memoria, que las había estado ensayando durante toda aquella mañana porque no se me olvidasen, puesto que en aquel entonces no hablaba ni entendía la lengua humana, cosa en que mi madre era una maestra, según oraba con una música y una elocuencia, que ni mil echacuervos le echaban la graja, e incluso oírle pedir limosna era cosa de admirar. Digo, pues, que para mi desventura, puesto que en aquel momento no la había echado de ver, mi madre había elegido aquel mismo olmo en cuyo nido había parido mi hediondez para que yo hiciese mi ceremonia; y yo, que me había aprendido mis versos de memoria, y asimismo los declaraba como cantados, encajé mi pata bajo una raíz que del árbol sobresalía, fingiendo estar atorado, con la diferencia que la había encajado de tal manera, que me atoré de veras, y no me había dado cuenta de ello sino hasta que mi madre volvió con nuestra víctima. Y pues, viendo no me podía zafar en tratando de acometerle, el humano finalmente cayó en el achaque de la burla, mal de mi grado y peor de mi suerte.
Tras esto, el humano echó correr tras mi madre, quien, hecha ya Zoroark, huía despavorida, no sin antes darme una coz más redonda que una pokébola, tan infernal, que aún porfío en tratar de recordar si fue aquello lo que luego me dio la mayor pesadumbre de aquel día, o si en cambio fue lo que en breves te diré. Digo esto porque así como me golpeó, el nido, cuya rama en do descansaba estaba sobre mi cabeza, me cayó de lleno en todo el rostro, embarrándomelo de mi propia caca, (aunque si a trueco me hubiesen caído encima los huevos, a lo mejor lo sufría más). Quedé con esto más hediondo que un Trubbish, y en lo gordo se me echaba de ver, (y te pido perdón por la palabra que voy a usar), lo cagado que estaba. Pero sin dudas el mayor error que cometí aquel día fue pensar que no iba a haber cosa peor con que mi fortuna habría de castigar mis malas obras, porque tan pronto como me hallé solo, en mala hora y peor sazón vino mamá Unfezant a terminar con la tarea que el humano con su patada había comenzado, y con esto me empezó a asestar de tantos picotazos, que quedé descalabrados los cascos, brumados los huesos y derrumbado el orgullo.
Terminada, pues, la tanda y tunda picotesca, me fui adonde mis padres, con tanto dolor de mi cuerpo y pesadumbre de mi ánima, que acaso llegué antes que acabase el día dando tumbos y medio muerto. Yo me las daba al diablo y a la puta que me parió, renegando de la maldita hora en que hube nacido entretanto que hacía mil berrinches, y daba otras dos mil pataletas sobre el negro y sucio suelo de mi madriguera.
Ahora, solo diré que, si es que aún no te ha quedado claro cuán mal me tuvo aquel suceso, te juro que de allí a los siguientes diez días no me atreví a robar migaja de cosa.
![[Imagen: hTb8bqQ.png]](https://i.imgur.com/hTb8bqQ.png)