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8 de Junio de 20XX
Ruta 131, Hoenn
Sucede durante la noche, aunque todo esté pasando de día. En lo más alto de la construcción más alta —aquel majestuoso pilar que conecta la mundana tierra con el divino cielo—, un relámpago infernal es escupido por los dioses desde el firmamento, estrellándose contra la torre.
Un rugido lo aturde y ensordece, pero él no se deja intimidar. Sabe que tiene una misión, y que de no cumplirla muchas vidas sufrirán el jaque mate. Alza todo lo que puede su vista buscando a la bestia que produjo el iracundo vozarrón. La habían despertado.
Otro relámpago explota peligrosamente cerca. Su rostro está empapado; fuertes gotas de lluvia incesante golpean su vestimenta y vientos agresivos sacuden el gorro de lana blanco que cubre su cabello. Le dedica un repaso fugaz a las seis esferas diminutas que forman fila en su cinturón y luego aferra sus puños, temblorosos, al manubrio de su maltrecha bicicleta de carreras. No hay tiempo que perder. Un tercer rayo marca el punto de partida y, con un grito de esfuerzo desgarrador, empuja los pedales con sus pies entumecidos. Fue un largo viaje, en la región más hostil que había visitado hasta ahora.
La bicicleta azul traza una línea perfectamente recta sobre la arena empapada y se adentra en el inmenso portal del Pilar Celeste. La tormenta despliega con maestría sus nubes negras sobre el cielo, permitiendo apenas algunos destellos ocasionados por sus propias descargas eléctricas, gracias a los cuales él sabe hacia dónde avanzar. Su bicicleta es de las mejores, pero sabe que sólo podrá confiar en ella si se deja guiar por el instinto y la velocidad. Dudar o detenerse no es opción.
Un haz de luz chispeante aparece a tiempo en el maltrecho recinto permitiéndole eludir por poco algunos hoyos en el suelo. Sus ojos, protegidos por unos pequeños goggles verdes, divisan una rampa en espiral que le permitirá alcanzar el techo si sube por ella. La construcción por dentro está bañada por una ruidosa y desesperante colonia de Golbat, que revolotean por doquier ahuyentados por los rayos, emitiendo chillidos supersónicos que rivalizan con las descargas. Parecen competir por ensordecerlo. No se amedrenta, y sus pies solo aceleran más y más el empuje a los pedales, cuyo mecanismo impulsa el giro de las resistentes ruedas de la bicicleta, atravesando la planta baja en tiempo récord.
Comienza a subir, y el esfuerzo que le supone ir cuesta arriba solo es opacado por la dificultad de eludir casi a ciegas a las criaturas aladas y venenosas y a los hoyos en el suelo, pulverizado por batallas legendarias o por explosiones eléctricas como las que ahora mismo se abalanzaban sobre él. Derecha. Izquierda. Otra vez izquierda, intentando alejarse del borde de la pendiente todo lo posible.
Una figura satinada cruza un muro a su derecha interponiéndose en su camino. La aparición tuerce su enorme cabeza gris hacia él enseñándole una macabra sonrisa de dientes dorados que no son dientes. Con una destreza que desconocía se tira violentamente hacia un costado sin detener la marcha ni por un instante, rozando su hombro y parte del torso contra los muros polvorientos y empapados del pilar, y agachando su cabeza hasta encontrarse de frente con el propio manubrio de la bicicleta consigue eludir un envite directo del siniestro fantasma.
El Banette no se da por vencido, y sin despegar sus ojos inyectados en sangre del nuevo blanco fijado, comienza a volar hacia él atravesando a cada murciélago azul que se interpone en su camino, o simplemente reventándolos con incesantes bolas sombra que estrella en sus rostros. Él no necesita voltearse: sabe que lo siguen. Y pronto deja de ser uno solo, surgiendo del suelo y de las paredes tantos Banette que superan fácilmente la decena.
Otro relámpago se estrella contra el Pilar Celeste, esta vez tan cerca suyo que estuvo a punto de desbarrancar. La bicicleta no hace otra cosa que ganar velocidad, por más empinada que se encuentre la pendiente, por más resbaladizo que se encuentre el suelo resquebrajado bajo sus neumáticos.
Por un momento logra juntar el suficiente coraje como para soltar el manubrio con su mano izquierda, llevándola rápidamente a su cinturón y tomando con firmeza una de las esferas que portaba. Oprimiendo el botón central de la pokébola, ésta se infla y parte en dos vomitando un haz de luz rojizo que libera a su propia bestia: una criatura bípeda que supera su estatura. Levanta su mirada, descuidando el suelo un instante para comprobar que ya falta menos para la cima, y tras escuchar el orgulloso gorjeo de la bestia verde que acababa de liberar a sus espaldas, se parte la garganta rugiendo la orden con todas sus fuerzas:
—¡Hoja aguda!
Dos palabras son suficientes para borrar las sonrisas en los rostros de la horda de fantasmas. El lagarto verde agita su abultada cola con forma de pino y tensa en una fracción de segundo cada músculo en sus fornidas piernas, estallando en una corrida frenética por los muros de concreto que crujen bajo sus garras, mientras blande las delgadas protuberancias de sus brazos bañándolas en un fulgor que las torna similares a guadañas.
El joven entrenador pedalea con fuerzas sobrenaturales en contra de las fuerzas de la naturaleza, subiendo la cumbre en forma de espiral como alma que lleva el diablo y perdiéndose a sus espaldas una brillante y dolorosa demostración de poder y habilidad por parte de su Sceptile, que destaja con sus sables a las muñecas fantasmales como si de manteca estuvieran hechas. Desde arriba, desde abajo, corriendo sobre los muros al ras del suelo, dando volteretas en el aire al tiempo que se llevaba en el camino a dos Banette a la vez. Los más listos se dan por vencidos rápidamente e intentan huir; pero un segundo es demasiada espera para el veloz gecko. Dos esgrimas finales y el Sceptile termina de despachar a los perseguidores del entrenador, quién ya se encuentra a menos de treinta metros de llegar al techo. Un instante alcanza para adelantarlo, preparado ante cualquier posible hostilidad fuera de la torre.
La lluvia golpea con más intensidad en lo alto del Pilar Celeste, y el corazón del muchacho se sacude violentamente dentro de su pecho. El aire se percibe tenso, asfixiante, y un frío asesino guiado por vientos que confluyen desde los polos más extremos de la región entumece sus nudillos temblorosos. Un último exhalo de energía lo lleva a la cima de la torre sagrada. Su Sceptile allí lo espera, ligeramente agazapado y con un brazo torcido hacia adelante blandiendo una de sus hojas con forma curva y afilada, clavando sus penetrantes ojos ambarinos en algún punto del cielo.
El Entrenador desciende de la bicicleta torpemente y casi resbala sobre un charco de agua, pero consigue dar algunos pasos abrazando su propio torso y apretando los dientes por el gélido clima que reina en las alturas. No hay tiempo ni fuerzas para realizar cálculos, pero sabe que no debe encontrarse a menos de seiscientos metros sobre el nivel del mar. Las lluvias torrenciales golpean su espalda empujadas por la corriente de aire, y un coro de truenos empieza a retumbar aún más amenazante en el firmamento que ahora parece tener al alcance de su mano. Ése era el firmamento.
Su leal bestia verde mece la cola de hojas oscuras con aparente calma, nutriéndose de la misma lluvia y preparando cada músculo de su cuerpo para explotar de nuevo. El lazo entre ellos es fuerte, y las pocas semanas transcurridas desde su encuentro parecen ahora años de aventuras y combates a la par… pero jamás se habían enfrentado a algo como esto.
El muchacho se ajusta los goggles y da algunos pasos más poniéndose delante de su Sceptile, que le espeta un gruñido de reproche al exponerse de esa manera al peligro. Un rayo estalla tan cerca de ellos que el chico apenas alcanza a cubrirse, siendo alcanzado por una onda expansiva que lo empuja hacia un costado despegándolo del suelo. Pero su pokémon, más veloz que el sonido del trueno, se acomoda en una fracción de segundo bajo su entrenador deteniendo su caída con el entramado de hojas en su cola.
—¡¡SCEPTILE!! —ruge el reptil enfurecido, insultando en su lenguaje al mismísimo cielo que se cierne sobre ambos. El muchacho le da las gracias a su fiel compañero con la voz entrecortada, todavía aturdido por el estruendo, ignorando por completo el dolor de sus propias heridas.
Nuevamente y sin piedad, el cielo escupe en respuesta otro rayo fulminante sobre sus cabezas. Un haz de luz inmenso como una flecha envuelta en fuego y trueno cae en picada sobre el entrenador y su pokémon, tan rápido que ni siquiera Sceptile sería capaz de reaccionar. El tiempo parece congelarse por un instante, y para sorpresa de ambos, ninguna explosión sucede esta vez. El lagarto de los bosques se yergue rápidamente adoptando una amenazante postura de combate, cubriendo frente y retaguardia con el par de afiladas guadañas en sus brazos.
La lluvia no cesa. La corteza terrestre vibra constantemente y fuertes ráfagas de viento azotan cada árbol de la región. El entrenador lo sabe, e intuye con angustia cómo ya varios pueblos y ciudades estarían sufriendo los primeros síntomas de una inundación como no se había visto antes.
No se explica entonces por qué, pese a ver delante de sus ojos auténticas cascadas precipitándose desde el cielo, sobre su cabeza ya no salpica ni una gota. Sceptile también lo nota: están completamente aislados de la lluvia torrencial, como si un techo hubiese aparecido de repente sobre ellos para resguardarlos. Pero no era un techo.
Un sonido apaciguado, suave, pero con una gravedad y un tono marcadamente amenazante emerge desde lo profundo del ser que reposa sobre las corrientes de aire cruzadas, presentándose ante ellos. El entrenador, bajándose los goggles casi por inercia, no puede ni pestañear.
Supera los siete metros de largo, enrollando su cuerpo serpentiforme de color esmeralda surcado por algunas líneas amarillas y rojas, y balanceando su cola con intimidante parsimonia. Dos extremidades terminadas en seis garras sobresalen en la parte superior de su cuerpo, adornado a su vez por varios anillos con aletas cortas que, de así desearlo, podrían desplazarlo a velocidades infernales por los cielos o, quién sabe, incluso por el espacio exterior. De su cabeza crecen cuatro cuernos delgados apuntando hacia las diagonales, y una boca amplia sobre la cual dos pequeños ojos de un brillante amarillo rodeado por cuencas oscuras los observan a pocos metros de sus cabezas.
Sus rasgos ofidios de reptil lo delatan: es un dragón. Rayquaza, el dragón de los cielos, juzga desde las alturas con su mirada al humano y el Sceptile, emanando un aura de poder como ellos jamás había presenciado.
—¡Hijo, ya está lista la cena! ¡A comer!
La voz de su madre lo devuelve, sobresaltado, a la realidad.
Esa realidad desprovista de los emocionantes enfrentamientos contra hordas de fantasmas y, finalmente, de atestiguar el encuentro con el guardián de los cielos que reposa en lo más alto de una torre babilónica, en medio de tormentas y terremotos.
Una realidad que lo sitúa ahora entre las cuatro paredes blancas de su habitación. Entre sus manos temblorosas por la todavía palpitante excitación sostiene una consola portátil de videojuegos de color violeta. A su alrededor, sobre la cama en la que estaba sentado con la espalda apoyada contra la pared, hay desparramadas un montón de cartas de todos los colores, entre las cuales apartó y dispuso en una prolija hilera seis tarjetas bien diferenciadas, cada una representando a una de las criaturas que había escogido para hacerle compañía durante su aventura: un Ninetales, un Gardevoir, un Manectric, un Skarmory, un Walrein y, por supuesto, un Sceptile.
El chico larga un suspiro y guarda la partida del juego, cuyos gráficos compuestos por coloridos pixeles muestran en la opaca pantalla la imagen de un personaje pequeño y cabezón enfrentándose cara a cara con el sprite, ligeramente mayor, de un serpentino e inmóvil dragón verde.
Se pone de pie de un salto dejando sobre la cama su consola y, tras una última mirada al juego que lo mantuvo obnubilado durante ya varios días, esboza una sonrisa de satisfacción.
La ventana que da al balcón del departamento deja ver tras su cristal el paisaje de una ciudad ensombrecida por las nubes abultadas en el cielo.
Entonces, empieza a llover.
8 de Junio de 2005
Buenos Aires, Argentina