El príncipe y el fantasma
Umbreon ojeó por sobre la rendija de aquel oxidado ventanal que reflejaba las cándidas luces de una noche estrellada, que procuraba siniestra, aciaga. Una efímera sensación de asiedad recorría cada una de sus complexiones. Sus orbes, que a pesar de contar con un brillo excepcional, se veían opacados y lúgubres. Entrecerrados, y de percepción volatil.De un salto se asomó por el balcón, desapareciendo casi por un instante por las agrietadas soladas hacia los ramales del jardín. Las espinas y aguijones parecían huir de ante su misma presencia; era intocable, mayestático, de rasgos elegantes y sumisos. Husmeó incansablemente por la hierba, como una hembra empeñada buscando alimento para sus crías recién concebidas. Se detuvo, continuó con su camino.
El suave contoneo de sus caderas seducía a las ánimas furtivas de la noche (y al mismo diablo, si hubiese estado presente). Escaló con desmedida agileza el oxidado portón del castillo, esquivando con donosura el repentino agarre de las enredaderas. Pronto se encontró a sí mismo sofocado en la soledad de aquella densa noche, que parecía aullar mediante amargas ráfagas su propia miseria.
Gimió y se echó en el suelo; rodaba cómodamente sobre el césped, quien, atemorizado, no se atrevía a ensuciarle ni una sola hebra de su pelaje. El pokemón echó un bostezo, de esos que desperezan el alma. Detrás del follaje, los fantásticos y corroídos árboles y las exageradamente crecidas setas relumbraba una luz, impertérrita, constante, refulgente, incandeceste al tacto dirían los apasionados. Se acercó hacia allí con cautela y desmedida curiosidad. La noche parecía ahora acompañarle, le llamaba, le acariciaba, le seducia.
Y el viento traía desde la lejanía un melodioso canto, sensual en sí mismo, como un lascivo susurro, pero que adormecía y provocaba el placentero letargo del sueño. No pudo llegar hacia allí sino que fue llevado, casi por inercia, por su indescriptible encanto.
El ánima, malvada, galante, voluptuosa, permanecía recostada sobre el desnudo pecho de su rey, su señor. El estrellado cielo desprendía fulgentes hileras de luz sobre aquellos enrevesados amantes, cuales pieles eran solo cubiertas por un trasparente arapo de luz. Engalanados por sus cándidas pieles, aletargados, adormecidos, ambos en dantesca sintonía. Desvaneció entonces aquel siniestro pokémon su ilusión, observando con diligencia y temor la fugaz escena.
Viraban las luces de aquel claroscuro por sobre las ánimas presentes. Caminó entonces la criatura hasta posarse sobre la larga cabellera verde de su príncipe, su salvador. Y junto ellos plácidamente durmió.
Solo un pequeño verso de aquel canto pudo el pokémon consevar en su memoria, cual decía:
"Desenvaina vuestra espada, oh Señor mío, y acalla mis pensamientos; pues mi corazón listo está para ser acuchillado"