16 Nov 2021
11:30 PM
Palabras -
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(No More) Fairytales
Léa se habría conformado con otro mágico cuento de hadas de su abuela como obsequio para su décimo cumpleaños, de esos que mejor retrataban los encantadores misterios de su región, y las míticas criaturas capaces de hacer posible lo imposible con sus hechizos. Quizás porque el tiempo se había acabado para la ancianita es que ahora recibía algo totalmente distinto de parte de sus padres: un pokémon para comenzar con su aventura.
La despertaron a primera hora de la mañana con un beso en la mejilla y un conjunto deportivo, subiéndola al coche y llevándola a toda prisa rumbo al laboratorio de Lumiose. Allí, un hombre muy alto y sonriente le dio una palmada en la espalda y le dejó escoger entre uno de tres pokémon. Desafortunadamente, ninguno de ellos le recordaba a las hadas de los cuentos de su abuela, aunque terminó decantándose por el zorro de fuego Fennekin, por ser, según el profesor, el indicado si quería capturar a los de dicho tipo.
Nunca había compartido el mismo entusiasmo que ellos por volverse una entrenadora. Algunos pokémon le parecían ciertamente lindos, pero muchos otros le aterraban tanto que evitaba mirar los combates transmitidos por televisión que a su padre y su madre tanto les gustaba compartir durante la cena familiar. Aquellos que escupían fuego, y tantos otros capaces de fulminar a su adversario con auténticos truenos invocados entre nubarrones negros, incluso durante mañanas completamente despejadas, la hacían sentir especialmente vulnerable. Sabía que muchos niños como ella emprendían un viaje junto a sus pokémon al cumplir los diez años de edad, pero no dejaba de sentirse un bicho raro al pensar que aquello no podía considerarse una bendición, como sus padres le insistían.
“Serás famosa algún día”
“Conocerás pokémon increíbles”
“¡Y harás un montón de amigos nuevos allá afuera!”
Sus oídos se cansaron de escuchar aquello cuando veía su reflejo intranquilo y desfigurado sobre la reluciente carcasa rojiza de la pokébola que sujetaba con alma y vida entre los dedos, mientras el vehículo repiqueteaba sobre las calles empedradas del Bulevar Sur de la gran capital de Kalos. Llegó un punto en el que no tuvo del todo claro si sus padres le estaban obsequiando la posibilidad de volverse entrenadora, o si se estaban regalando a ellos mismos la de tener una hija exitosa haciéndose con medallas y con raros pokémon para presumir con los vecinos.
Trató de buscar consuelo en la figura de su abuela, y en las historias de ensueño que la mantenían despierta incluso hasta pasadas las diez de la noche. De ver a los Clefairy saltando hacia la luna y saludando a su hogar, o a los Swirlix gigantescos que volaban como nubes acarameladas en una región al otro lado del mar. Quizás podría rememorar aquellas historias para aprender más acerca de esos fantásticos pokémon.
—¡Aquí estamos! —anunció el padre, dándole golpecitos entusiastas al volante tras aparcar el auto frente a uno de los tantos accesos a las rutas que conectaban Lumiose con el resto de pueblos y ciudades de Kalos—. La Ruta 4 es la indicada para entrenadores primerizos, pues te llevará por un camino seguro y directo a Santalune, donde se consigue la primera medalla.
—Muy bien, mi entrenadora número uno —le sonrió su madre, girándose para ver a su retoño, que todavía observaba la pokébola con inseguridad—. ¡Es hora de que le muestres al mundo de lo que estás hecha!
—Y recuerda, cariño: no tienes nada de qué preocuparte. Esta ruta está llena de entrenadores novatos como tú, que estarán más que dispuestos a volverse tus amigos y compañeros de viaje para que no estés sola. Además, todos los pokémon salvajes por la zona suelen estar a nivel bajo, así que no tendrás problema con Fennekin a tu lado.
Fue la última en bajarse del coche. Su padre sacó una mochila cargada de provisiones del baúl y se la entregó. Allí contaría con pokébolas, pociones y antídotos para el viaje. Su madre le obsequió unos patines para avanzar más rápido, pero Léa no sabía usarlos.
—Estoy segura de que en Santalune te enseñarán a usarlos bien —la animó con una imborrable sonrisa.
—Por lo pronto, no necesitas apresurarte. ¡Disfruta de tus primeros pasos en el Mundo Pokémon! —celebró el padre, agachándose y dándole un abrazo. Léa retrocedió unos pasos, mordiéndose la lengua con los puños apretados. Percibió una fugaz curiosidad en la mirada de sus progenitores. Si no necesitaba apresurarse, ¿por qué la estaban empujando tan desesperadamente a una aventura por la que nunca había clamado?
Se debatió por un instante si decirlo o callarlo. Papá y mamá la miraban casi sin pestañear, con una ansiedad que se palpaba en el aire. Léa se guardó un suspiro y una verdad, y les devolvió una sonrisa resistida por sus propias mejillas, mientras se cargaba la mochila y los patines al hombro, levantando la pokébola de Fennekin sobre su cabeza con cierta teatralidad que les hizo brillar los ojos.
—¡Lo haré! ¡Me convertiré en la mejor entrenadora de Kalos! —proclamó casi con un grito de histeria, mientras una multitud andaba y desandaba sus pasos de un lado al otro en el bulevar—. ¡Mamá! ¡Papá! ¡Confíen en mí!
—Siempre lo hicimos, mi amor —la abrazó su madre con la voz quebrada. Se despidieron con un fuerte beso en su mejilla, y Léa se adentró al portal que la guiaría hacia la ruta.
Pero detuvo su andar tan pronto como escuchó el motor del auto encendiéndose al otro lado de la vereda. Cuando constató que se habían ido definitivamente, se volteó y salió del acceso corriendo a toda prisa. Lo sentía por sus padres, pero no estaba lista para convertirse simplemente en un trofeo para ellos. No tenía lo que hacía falta para enfrentar a otros entrenadores, o para mandar a pelear a sus pokémon poniéndolos en riesgo. No tenía el valor para aventurarse en lo desconocido, y mientras los ojos se le hinchaban en lágrimas y el corazón no paraba de galopar dentro de su pecho, sus piernas no dejaron de correr.
No supo por cuánto tiempo escapó del destino que le habían impuesto hasta que se detuvo frente a otro acceso con un cartel luminoso que llamó su atención. Las sombras bajo sus pies se corrían con el descenso del Sol durante el temprano atardecer de fines de otoño, y un conjunto de letras desperdigadas sobre la pantalla del tablero le sugirieron un rumbo que resonó con familiaridad en su cabeza:
ACCESO A LA RUTA 14: ARBOLEDA LAVERRE —> RUMBO A CIUDAD LAVERRE
—Laverre —repitió ella mientras repasaba las letras con sus grandes ojos ambarinos, abiertos como platos. Una voz se encendió en algún rincón de su cerebro, expandiéndose por su mente como un estallido de luz que la encandiló.
—No son pocos quienes afirmaron haber oído el canto de las hadas entre los árboles que escoltaban a Laverre —le decía su abuela—. Incluso durante las noches oscuras y silenciosas, el brillo de la luna despertaba a las más hermosas y mágicas criaturas de entre todos los pokémon. En cualquier otro lugar podrías sentirte sola y temerosa lejos de la luz del Sol, pero en los viejos bosques de Laverre siempre estarás acompañada. Podrás ver los gráciles listones de los Sylveon indicándote el camino correcto junto a su melodioso canto y ronroneo. Te guiará el aroma hipnótico y dulzón de los Spritzee que danzarán desde el cielo anunciando tu llegada. Y si un Clefairy se cruza en tu camino, no olvides pedir un deseo.
No escuchaba su voz con tal claridad desde hacía un año. Había partido en calma, durante una noche en la que se había acostado luego de hacerla dormir con otro cuento de hadas. Léa siempre se había culpado por no recordar de cuál se trataba exactamente, pero Laverre era un escenario común en muchos de ellos. Probablemente allí se encontraría acompañada por los cuentos vivos de su abuelita. Quizás habría otros niños como ella buscando hadas, motivados por las historias que a ellos le contaban. ¡Tal vez incluso podría intercambiar historias con ellos, y volverse así grandes amigos!
La sonrisa fue creciendo en su rostro, y su corazón se alivió con los primeros pasos rumbo al acceso. Cruzó el portal sin dudarlo, y saludó con una sonrisa determinada a la guardia que la observó con suspicacia.
—¿Vas por tu sexta medalla? —le preguntó al otro lado del mostrador.
—Sí —mintió ella, temiendo que la honestidad podría impedirle el avance rumbo a la arboleda, pues los pokémon que allí habitaban solían estar a un nivel mucho mayor.
—Te aconsejo esperar a mañana antes de cruzarla —dijo la mujer, encogiéndose de hombros—; hay pronóstico de lluvias por la noche, y es un incordio cruzar así el pantano.
—¿Pantano? —se extrañó Léa. No recordaba historias de hadas en pantanos, y la recepcionista tan solo le devolvió una sonrisa incómoda en sus labios bien apretados. Por un instante, pareció que intentaba decirle algo más, pero rápidamente desistió, y volvió a distraer la mirada en una revista de catálogo sobre el mostrador. Algo confundida, Léa avanzó hasta el otro lado de la sala y atravesó el portal que conectaba directamente con la Ruta 14, saludando con una amable sonrisa a la guardia—. Tendré cuidado, gracias por el aviso.
La primera impresión que tuvo de la Ruta 14 fue muy distinta a la que había imaginado tantas veces en los relatos de su abuela, principalmente porque aquello no se parecía ni a un bosque ni a un pantano. Todo lo que alcanzaba su vista era un terreno cercado por troncos de ramas retorcidas a las que poco de vida debía quedarles, con un estrecho camino de piedra que ascendía por una pendiente convirtiéndose en tierra, y una especie de plaza abandonada a su suerte con un tobogán opaco, un par de hamacas rechinando, bancos de madera y cestos de basura vacíos al otro lado del camino. No había un solo niño divirtiéndose en los juegos, tan solo el viento frío que bajaba por la pendiente corría entre la hierba ocre y se elevaba en torno a Léa, alborotando su cabello castaño.
Su primer impulso fue liberar a Fennekin, pues no estaba preparada para atravesar el camino sola. El pokémon de fuego le devolvió una sonrisa meciendo su cola de punta en rojo, pegando un par de brincos a su alrededor. Aquello confortó a la chica, aliviada de saber que la conexión con su inicial no sería un problema.
—Fennekin, es posible que nos encontremos con algún pokémon salvaje —le advirtió ella, repasando mentalmente todo aquello que sus padres le habían dicho sobre los principios de un entrenador—. Quiero que estés atenta a su temperamento: evitemos combates innecesarios. Si no son hostiles, seguiremos de largo, ¿de acuerdo?
El fénec asintió, endureciendo la mirada, y junto a ella emprendió camino cuesta arriba. Al pasar junto a las hamacas, Léa no pudo evitar percibir que el viento no había conseguido mecerlas, y se le ocurrió pensar que quizás las cadenas que las sujetaban eran especialmente duras y pesadas. Fennekin olfateó el aire cuando pasaron por un arco natural formado por los brazos de los árboles retorciéndose curvos sobre el camino, y movió las orejas en estado de alerta cuando unos arbustos se sacudieron al costado. Léa se colocó instintivamente detrás de su pokémon, pero aquello tan solo duró un instante, y fue más que suficiente para que incluso el viento dejara de soplar. El arbusto permaneció inmóvil, casi alerta a la mirada expectante de la humana y su pokémon, cuando un sonido metálico sobresaltó a ambos ya unos metros más atrás. Cuando los ojos de Léa la guiaron hacia el sonido chirriante y oxidado de las cadenas, el suave movimiento de las hamacas le hizo sentir alivio.
—«¡Una persona!» —pensó de inmediato, esbozando una sonrisa. Tal vez podría obtener información sobre las hadas de Laverre y los mejores caminos a seguir en la arboleda, o con un poco de suerte se toparía con un entrenador como ella que quisiera volverse su amigo y compañero de viaje—. «O tal vez un pokémon» —Se le ocurrió también, y aquello ya la ponía más alerta.
Fennekin la siguió al trote bajando la pendiente de regreso a la plaza, pero Léa se petrificó al detenerse frente al juego de hamacas. Nadie se columpiaba en ellas, ni humano ni pokémon. El viento ya no soplaba, todavía ahuyentado como ellas por el repentino despertar de aquel arbusto, y, sin embargo, las tres hamacas iban y venían en un crescendo inquietante al que Fennekin solo pudo gruñir, adoptando una posición de combate. Léa se agachó junto a ella, dedicándole una sonrisa reconfortante mientras acariciaba su pelaje entre las orejas.
—Quizás algún pokémon psíquico las esté moviendo para jugarnos una broma —sugirió, pero aquello no la tranquilizaba del todo—. ¡Si te estás escondiendo para asustarnos, te pido que pares ahora mismo! —Exclamó la chica, apretando los puños mientras se volteaba en todas las direcciones.
Obediente, aquello que movía las hamacas las detuvo en un parpadeo, pero nadie más apareció.
Recordó que en el laboratorio había recibido una Pokédex para inspeccionar la información de los pokémon que se cruzara en su camino, así que se le ocurrió apuntar alrededor para verificar si detectaba a alguno oculto haciéndoles pasar un mal rato desde su escondite. El dispositivo escaneó el terreno pero solo identificó a Fennekin y a un par de Fletchling y Pidgey en las ramas de los árboles, ninguno de los cuales parecía ser capaz de manipular objetos con la mente. Resignada, Léa guardó el aparato en un bolsillo de su campera, y animó a su inicial a seguir adelante. No se detendrían por ruidos raros o arbustos sacudiéndose a un lado del camino, pero tampoco podían evitar ahora estar diez veces más alertas que antes.
Las nubes se tornaban grises hacia el epicentro de la ruta, y Léa no tardó en comprobar que, efectivamente, cuesta arriba el camino de tierra con hojas caídas secas en tonalidades ocre y amarillentas se tornaba también pantanoso, hundiéndose las deportivas en el agua con barro así como troncos partidos que fungían como puentes improvisados en las zonas más hondas de la ciénaga. Pese al hostil ambiente, a Léa le reconfortaba escuchar el ruido de pisadas más adelante, como si otros entrenadores y viajeros iguales a ella estuvieran atravesando la ruta abriéndose paso entre los árboles y los charcos que poblaban lo que quedaba de aquel bosque. Lamentablemente para ella, lejos estaba lo que la rodeaba del encanto plasmado en los viejos cuentos contados por su abuela, pero no podía dejar que un día gris lleno de nervios e inseguridades se interpusiera en el cálido recuerdo que todavía guardaba de ella. Aquellas historias eran el principal motor que la incitaban a aventurarse rumbo a Laverre.
No tardó en toparse con los primeros pokémon salvajes, ilusionada por la posibilidad de ver la sombra de un Spritzee entre las ramas retorcidas de los árboles o escuchar el maullido de un Sylveon cuando la luna asomase entre los nubarrones; pero todo lo que aparecía eran Skorupi y Weepinbell que su Fennekin se ocupaba de ahuyentar si intentaban acercársele demasiado. Todos esos pokémon podían llegar a causar moderados envenenamientos, de acuerdo a la descripción de su Pokédex, así que tenía que mantenerse al margen de enfrentamientos contra ellos.
Justo cuando comenzaba a frustrarse, Léa divisó la silueta redonda de un pokémon sobre un charco de agua clara y blanquecina. Se acercó entusiasmada, pensando en la posibilidad de toparse allí con un Jigglypuff. ¡Su primer encuentro con un tipo hada! Pero, al apuntarle desde una distancia prudente con su Pokédex intentando mantenerse en sigilo, la pantalla develó la imagen de una especie distinta: Poliwag, de tipo agua. Lo encontró bastante tierno, además de permanecer quieto y adormecido dándole la espalda, con lo cual no le resultaría dificultoso capturarlo y tal vez hasta le sería útil para su aventura.
—Fennekin, parece que encontramos un compañero —sonrió ella, descolgándose la mochila y hurgando por una pokébola común. Le apuntó cautelosamente escondida detrás de unos lirios que crecían sobre el agua, y arrojó el receptáculo sobre Poliwag.
La esfera rebotó contra su lomo azul oscuro, tumbando el pequeño y regordete cuerpo del renacuajo sobre el charco de agua blanca. La pokébola salpicó en un charco a dos metros del pokémon, sin haber hecho siquiera el intento por capturarlo en su interior, y Léa se llevó una mano al rostro, mientras Fennekin encorvaba la postura entre sus piernas.
—Supongo que no podía ser tan sencillo —suspiró la chica, hurgando nuevamente por una segunda pokébola e intentando acercarse un poco más al tipo agua. Fennekin, mordiéndole el pantalón para detenerla, se adelantó tres pasos y le soltó un gruñido desconfiado al pokémon tumbado boca abajo, erizando los pelos amarillos en su lomo y su cola. Léa dio una larga zancada hacia el pokémon salvaje, agachándose junto a él y acariciándole el cuerpo con una mano—. Poliwag, ¿no quisieras venir con--? ¡Ah!
Dos profundos orificios atravesaban el estómago del pokémon, cuyos ojos blancos habían perdido ya la vista, así como la vida había abandonado el resto de su cuerpo frío y endurecido. Sus labios gruesos estaban abiertos en un grito silencioso, robado por alguien, o por algo, cuyo único objetivo parecía ser el de matar. De los orificios todavía manaba el líquido en el interior del pokémon, esparciéndose debajo suyo y formando una espiral de órganos negros y blanquecinos en su sangre diluida. Léa cayó de espaldas y retrocedió conmocionada, pero un ladrido de Fennekin y un siseo siniestro detrás suyo la arrojaron hacia un lado por instinto, pasando una larga sombra sobre su cabeza y rodeando el cuerpo inerte del Poliwag mientras exhibía sus colmillos.
—¡Fennekin, Ascuas! —ordenó con la voz quebrada por el llanto—. ¡Auxilio, por favor! —Añadió, mientras su pequeño pokémon saltaba sobre el que los había atacado repentinamente, encendiendo su reflejo con una chispa de fuego entre sus fauces.
La sombra alargada se retorció ocultando la cabeza bajo el agua, que recibió el débil fuego de la fénec sin apenas resentirse, y avanzó reptando alrededor del Poliwag muerto y el tembloroso cuerpo de Léa para arremeter nuevamente contra su oponente, elevándose por encima de los dos metros y revelando su identidad finalmente: una cobra púrpura con ojos inyectados en sangre y un doble rostro aterrador en el ancho vientre abriéndose bajo su cuello. Léa no necesitó revisar en su Pokédex el peligro que suponía un Arbok salvaje capaz de hacerle semejante atrocidad a un pequeño Poliwag, y desafortunadamente para ella, su Fennekin no era mucho más grande que el tipo agua. El inicial escupió bolas de fuego sobre el rostro falso de Arbok, pero la serpiente exclamó un chirrido tan agudo que las ondas sonoras desintegraron las ascuas delante de sus ojos.
Presa del pánico, Léa se cubrió la boca con las dos manos para no gritar, y se arrastró como pudo hasta escabullirse detrás de un árbol partido que caía tristemente al otro lado del charco, formando un arco triangular. La oscuridad era cada vez mayor, y un chillido de Fennekin le hizo desbordar lágrimas sobre los dedos que, temblorosos, se apretaban a sus labios conteniendo incluso el aire para no hacer un solo ruido. Pudo escuchar con claridad cómo el basto cuerpo de la serpiente envolvía al pequeño zorro de fuego, y cómo sus patas se agitaban desesperadas sobre el agua empantanada. Pudo oír la compresión de los músculos y los huesos frágiles cediendo poco a poco ante la presión del depredador, y cómo el siseo constante de su lengua bífida helaba su sangre.
Estaba a punto de desmayarse cuando algo sacudió el agua con tal fuerza que la onda expansiva movió el árbol tras el que se refugiaba, arrancando las raíces musgosas de la tierra. Algo se interpuso entre la garganta de Arbok y su grito, y su cuerpo pesado se alzó por los aires y salió disparado contra otro grupo de árboles, partiendo algunos de ellos por la violencia del arroje, al tiempo que un tenue chapoteo le confirmaba que un cuerpo más pequeño había caído sobre el agua.
Sin contener el temblequeo en sus piernas, Léa hizo lo imposible por ponerse de pie y correr bajo el arco rumbo a su pokémon. Se arrodilló y hundió las manos en el agua lodosa de tonos verde oscuros, y sacó de allí lo que quedaba del maltrecho cuerpo empapado de Fennekin, que respiraba dificultosamente. Sintiendo culpa y congoja por empapar todavía más a su pokémon con las lágrimas que manaban sin control de su rostro, Léa sacó como pudo todas las pociones que sus padres le habían comprado, aplicándoselas desesperadamente para sanar sus heridas. Tan enfrascada estaba en el lamentable estado de su pokémon, que se sobresaltó al escuchar otra voz humana a su lado.
—¿Se encuentran bien? —preguntó una muchacha que no debía tener el doble de su edad. Léa notó que en su mano sujetaba una pokébola de colores distintos a las de ella, así que debía ser una entrenadora de mayor experiencia, y aquello la alivió sobremanera, pues gracias a eso pudo salvar a Fennekin—. Los Poliwag son lindos, pero atraen tanto a niñas como a feroces criaturas del pantano, tales como Carnivine y Arbok… Así que, en cierto modo, también son peligrosos.
—Estamos bien —asintió Léa, secándose las lágrimas con el dorso del brazo y manchándose de tierra las mejillas. Fennekin respiraba -no sin cierta dificultad- y no parecía haber sufrido heridas superficiales. La entrenadora mayor se inclinó y acercó sus dedos al pecho del pokémon, acariciándolo con mucha delicadeza.
—No parece envenenada —le sonrió a Léa para tranquilizarla—, aunque yo no esperaría mucho para que la vean en un Centro Pokémon.
—¡Muchas gracias por ayudarnos! —dijo la niña poniéndose de pie y dedicándole una sentida reverencia a su salvadora, que se limitó a hacer una mueca encogiéndose de hombros.
—Solo ayudo a los rangers que están cansados de juntar esqueletos en la ciénaga —la muchacha lo comentó casi como una trivialidad, pero al ver la expresión de espanto aflorando nuevamente en el rostro de Léa, suspiró con resignación y le devolvió una sonrisa confidente, dándole una palmadita en la cabeza—. Es una broma, no tengas miedo. Además, tu Fennekin se veía bastante tenaz para hacerle frente a un Arbok que la superaba en nivel. ¿Cómo te llamas?
—Léa —respondió con alivio—. ¿Y tú?
—Mucho gusto Léa, puedes decirme Ani —se presentó la entrenadora, que vestía una camiseta oscura y jeans, así como cabello azul oscuro y ondeado que ataba en una cola de caballo—. ¿Te perdiste?
—No lo sé —reconoció Léa—, ¿estamos muy lejos de Ciudad Laverre?
—¡Laverre! —rio Ani, alzando la vista y fijando su mirada en dirección norte—. No demasiado, de hecho, me estaba dirigiendo hacia allá para obtener la sexta medalla de gimnasio.
—¡Qué bien! —se contentó la novata—. Yo también —Mintió, y Ani le guiñó un ojo cómplice.
Ya aliviada por contar con la compañía de una entrenadora más experimentada, Léa guardó a Fennekin en su pokébola y caminó a su lado. Notó que Ani se guiaba con un viejo mapa plegable, indicándole desviarse del terreno pantanoso y adentrarse en la arboleda para acortar camino. Los pokémon que se cruzaban en su camino no hacían ni siquiera un amague por atacarlas, pues parecían ser conscientes de la habilidad de la entrenadora mayor, aunque Léa no había llegado a notar qué pokémon había empleado para derrotar a ese peligroso Arbok. Sin embargo, ocasionalmente le daba la sensación de que Ani le susurraba a algo que se mantuviera alerta, y podía percibir la presencia de una figura sombría que se deslizaba irregularmente a través de los árboles.
—Es Haunter —le dijo sin miramientos al notar que la pequeña no paraba de estremecerse cuando escuchaba el sonido fantasmagórico del espectro violáceo escoltándolas—. No te preocupes, es bastante amigable y fuerte, así que no dejará que nada malo nos pase.
—Ah, sí —se apenó Léa, pues todavía no sabía cómo ocultar sus emociones a los demás. Tras caminar un rato en absoluto silencio, el estómago de la joven crujió de hambre. Había perdido la noción del tiempo, porque fue recién entonces cuando recordó que no había comido nada desde el desayuno—. Lo siento…
—¡Jajaja! No te preocupes, me extrañaría que una niña como tú no estuviera muerta de hambre luego de atravesar media arboleda. Ven, busquemos un lugar seguro para que puedas comer algo.
—Mis papás me dieron un poco de comida —aclaró rápidamente la niña, pues no podía permitir que Ani incluso le proveyera de alimentos luego de salvarle la vida.
—¿Tus papás? —se extrañó la adolescente, esbozando una sonrisa divertida y picaresca—. Oh, ya veo, ¿entonces recién emprendiste tu viaje sola?
—«A esta chica no se le escapa nada…» —pensó Léa, tragando saliva—. «O tal vez a mí se me escape todo muy fácilmente.»
Se desviaron un poco más hacia el este, hasta alcanzar un claro con algo de vegetación. El Sol ya se había puesto completamente, pero aunque estaba despejado, a Léa le resultó imposible hallar la luna en el cielo. Ani la llamó desde unas rocas donde podían sentarse, apoyando una tabla de madera encima para que pudieran comer algo. Así, comieron unos sándwiches que su madre le había preparado, y unos bizcochos para terminar de llenarse. Léa quiso sacar a Fennekin para que comiera algo, pero el estado de la inicial era todavía muy delicado, y Ani le sugirió que espere hasta llegar al Centro Pokémon, pues corría más riesgo fuera de la pokébola que en su interior.
—Así que tomaste un camino alternativo —comentó Ani entre risas—. ¿Cómo terminaste rumbo a Laverre si no tienes una sola medalla?
—Bueno… Verás, mis padres quisieron celebrar mi cumpleaños llevándome a obtener mi pokémon inicial, para emprender un viaje como entrenadora —se sinceró la joven—. A decir verdad, no me siento preparada todavía para vivir una aventura como esa. Muchos pokémon me asustan, y no me gusta verlos combatir.
—Elegiste un mal lugar para mantenerte lejos de los pokémon que asustan —sonrió Ani, revolviéndole el cabello con ternura. Léa enrojeció, y se aclaró la garganta.
—Pero quiero conocer Laverre porque mi abuelita siempre me contó historias asombrosas sobre pokémon únicos que viven ahí.
—¿Te refieres a los tipo hada?
—¡Sí! —se animó Léa, asombrada de que otra persona compartiera por fin su conocimiento sobre eso. Aquello le daba esperanzas de estar cada vez más cerca de dichas criaturas—. ¿Has visto alguno?
—Bueno, ciertamente las hadas son evasivas y misteriosas… —reflexionó Ani un momento, llevándose una mano al mentón para inmediatamente después sonreírle encantadoramente, guiñando el ojo una vez más—. Pero creo que estamos en el momento indicado para encontrar algunas. De hecho… ¡Sí! He visto hadas por aquí antes, aunque estaban lejos y, justo cuando me dispuse a ir tras ellas, escuché tus gritos y los de tu pokémon y corrí en la dirección opuesta. Ahora nos desviamos un poco, pero si caminamos hacia el oeste, un poco antes de la entrada a Laverre, creo que puedo identificar el lugar donde las avisté.
—¡Excelente! —celebró Léa, poniéndose de pie de un brinco.
—Todavía no hay luna llena —se lamentó Ani, mirando el cielo—. Las hadas son celosas de la luna, y les gusta estar a solas con su luz. Quizás si nos dirigimos al oeste podamos verla con claridad. Y, donde veamos la luna, veremos hadas también.
Aquellas palabras habían encendido algo en los ojos de Léa, que casi podía rozar con los dedos el manto suave y aterciopelado de sus sueños. Las palabras de Ani tenían una magia que podía comparar con la de los viejos cuentos de su abuela antes de dormir, y era cierto que de noche era mucho más seguro toparse con esas criaturas en la soledad del bosque. Por fin podría comprobar con sus propios ojos que todo eso era mucho más palpable que una simple fantasía, que un conjunto de palabras rimbombantes e imaginación desmedida de quienes se transmitían las historias de boca a boca.
Tras comer y darle cuerda a su sueño, Léa y Ani se dirigieron juntas de vuelta a la arboleda, regresando por el camino andado pero desviándose siempre hacia el norte para acercarse a Ciudad Laverre. Y en el silencio absoluto del bosque pantanoso, Ani parecía orientarse puramente por los sonidos que aparecían ocasionalmente desde la oscuridad lejana. Su mapa permanecía ahora doblado en un bolsillo de sus jeans, y eran los ululeos de algún Noctowl y los graznidos de los Murkrow los que guiaban a las chicas rumbo a su destino. Podía sentir con claridad cómo decenas de ojos las observaban desde las sombras, pero se hallaba completamente tranquila. La calma era absoluta a su alrededor, y nada parecía querer hacerles daño. Quizás los pokémon más peligrosos estuvieran durmiendo, pero a Léa le gustaba consolarse pensando que, en realidad, eran las propias hadas las que cuidaban de ellas en silencio.
No tuvo forma de saber cuánto tiempo les tomó llegar, pero no podía ser tanto, porque no se sentía cansada en absoluto. Desde que supo que Ani podía guiarla hacia las hadas que tanto buscaba, Léa había sentido que sus piernas se movían por voluntad propia, casi manejadas por engranajes que escapaban a su comprensión. Arrastrada por el inexplicable magnetismo de la curiosidad, había llegado finalmente al lugar que su nueva amiga le señaló con una sonrisa orgullosa: una casa antigua de madera con el musgo creciendo desde su base hasta su techo, las ventanas empañadas por el polvo y la puerta frontal entreabierta, rodeada por enredaderas que escalaban la propiedad.
—Sé que es un poco escalofriante —admitió Ani—, pero las hadas vinieron hasta aquí dando saltos de alegría. Es una casa abandonada muy famosa de la zona, y cuenta con un patio trasero inmenso con la mejor vista de la arboleda hacia la luna, pues Laverre se encuentra bajando una pendiente hacia el noreste.
—Ani… —balbuceó Léa, volteándose para buscar otros caminos posibles, pero todo lo que había a sus espaldas eran árboles muertos y retorcidos y un extenso charco de agua verde con plantas de enea y algas flotando—. ¿No podremos verlas en otro lado?
—Quizás tengamos la posibilidad —asintió la entrenadora de mayor experiencia—. Pero aquí tenemos la certeza de que las encontraremos. La líder de Laverre se especializa en las hadas, y viene aquí para capturar las que entrenará para su gimnasio. Si te da miedo, puedo ir y verificar si están ocultas en el patio.
—¡No! —se sobresaltó la chica—. No me quedaré sola, no puedo…
—Puedes llegar a la ciudad si sigues ese camino de tierra —le indicó apuntando con el dedo hacia el este—. No te tomará más de media hora. Supongo que atrapaste otros pokémon aparte de Fennekin para defenderte, ¿no?
Acongojada, Léa negó cabizbaja, y Ani sonrió con ternura, acariciándole la mejilla.
—Ahora eres una entrenadora, Léa —le dijo, cargada de determinación—. Tendrás que aprender a superar tus miedos si quieres ver tus sueños hechos realidad. No importa si tus padres te inculcaron que todo lo que importa es hacerte famosa y reconocida ganando medallas, lo importante es que puedas aprender a sentirte segura de ti misma. Yo estaré a tu lado, no dejaré que nada malo te ocurra.
Léa no parecía del todo decidida a dar el paso adelante, así que Ani caminó hacia la puerta, espiando primero por una de las ventanas. Limpió el polvo con una mano y acercó el ojo al cristal opaco, pero ninguna luz parecía provenir del interior, tampoco se escuchaban voces de curiosos merodeando dentro, pero sí hubo algo que le llamó poderosamente la atención. La novata observaba atentamente el semblante de su acompañante, mientras las nubes se revolvían sobre la arboleda.
—¡Léa! ¡Ven aquí! —la llamó Ani entre susurros. Léa se mantuvo quieta, pero Ani insistió haciendo exagerados ademanes con la mano—. ¡No vas a creer esto!
Aun dubitativa, la joven caminó a pasos cortos hacia la entrada de la casona, deteniéndose junto a Ani y espiando por la ventana: no podía percibirse nada vivo en su interior.
—No tienes que verlo ni escucharlo —le susurró la mayor a su lado—. Cierra los ojos y lo percibirás con mayor claridad.
Sin comprender muy bien a qué se refería, Léa obedeció, y desde la oscuridad en que la refugiaban sus párpados cerrados, y el silencio que se agolpaba en sus oídos, fue su nariz la que percibió aquello a lo que Ani hacía referencia: un aroma embriagador, dulce y acaramelado, que manaba desde cada hendija de la puerta y las ventanas. Se filtraba lenta y suavemente, y no se parecía a nada que hubiera olido en toda su vida. No estaba segura de si se trataba del mejor de los perfumes elaborados por Aromatisse, o de un pastel horneado por Slurpuff, o de un jardín de Florges llamándola al otro lado del vestíbulo, pero sea lo que fuere, su cuerpo no podía despegarse de tan exquisito estímulo para sus sentidos. Incluso luego de abrir los ojos, Léa casi podía adivinar el color rosado del aroma, envolviéndola como una bufanda de seda que la protegería del frío y la soledad.
—Debe haber algo delicioso ahí dentro —balbuceó Ani, notoriamente embelesada. Léa asintió con los labios despegados, pero una mano invisible se aferraba a su ropa y tiraba hacia atrás, como pidiéndole que retrocediera. Que no entrara—. Vamos a ver.
—No… No lo sé… Quizás no sea buena ide--
CRASH.
Un trueno agitó cielo y tierra, sacudiendo las aguas verdes y marrones que ahora parecían acariciarle los tobillos. ¿En qué momento había crecido tanto el pantano? Estaba segura de que tenía un margen mucho mayor de tierra firme alrededor, pero ahora el barro parecía hacer olas burbujeantes, salpicando dedos que la empujaban hacia adelante. Sobresaltada por el estruendo, Ani empuñó el pomo de bronce de la puerta, girándose hacia ella.
—¡Tenemos que entrar! ¡Ya viene la tormenta!
—¡No puedo…! ¡No sé…!
BOOM.
Otro estallido que deshizo nubes, y un rayo que fulminó un árbol en la cercanía. Luego de eso, una lluvia torrencial se precipitó sobre la ciénaga, tan feroz y salvaje que incluso ahuyentaba a los Quagsire y Poliwhirl que nadaban cerca de allí. Ani no pudo esperarla más, y giró de la manilla empujando la puerta con su hombro para abrirla súbitamente. Un crujido les dio la bienvenida, y la oscuridad absoluta del interior se iluminó por un segundo tras caer otro relámpago. Por una fracción de segundo, Léa pudo ver madera rosa, sillones aterciopelados y felinos ronroneantes con largos listones y moños de todos los colores sonriéndole. Los Sylveon realmente se encontraban ahí.
Esbozando una sonrisa irremediable, Léa sacó los pies del agua que seguía creciendo y huyó de la tormenta siguiendo a su nueva amiga al interior de la vivienda. El viento ingresó con ella, empujándola casi hasta tumbarla de bruces sobre la alfombra del recibidor, pero Ani cerró de un portazo y el interior volvió a sumirse en la tranquila oscuridad.
—Maldición… —llorisqueaba una Léa encorvada y temblorosa, con gotas de agua resbalando por su cabello, rostro y ropa—. Se debe haber arruinado todo mi equipo de viaje.
—Ya se nos ocurrirá algo —la animó Ani, dándole una palmadita reconfortante en la espalda. A Léa le pareció que, una vez más, la mayor le sonreía con cariño, pero todo estaba demasiado oscuro como para detectar las expresiones formándose en su rostro. Estaba tan oscuro que apenas podía ver su propia mano delante de sus ojos, y casi como si compartieran pensamientos, Ani dio una orden—. Haunter, ilumina nuestro camino con Fuego Fatuo.
Un chispazo de luz y una llamarada contenida se encendió de pronto frente a ambas, y Léa se echó para atrás cuando el fuego azul alumbró la garra púrpura que lo sostenía, así como la alargada sonrisa de una bestia gaseosa que clavaba sus ojos negros en ella. Ani le tomó la mano suavemente, soltando una suave risa que alivianó el sobresalto en su corazón.
La llama azul alumbraba en tonos fríos lo que las rodeaba, aunque por supuesto no conseguía llegar a cada rincón de la casa. Ni siquiera entornando los ojos Léa podía aseverar que los muebles y las paredes que daban forma al interior de la vivienda fueran realmente tan rosas y tan aterciopelados como el rayo en el exterior le había insinuado. Pero, por el mismo fuego fatuo de Haunter, todo parecía haberse teñido de azul. Se volteó hacia Ani, que la miraba a los ojos con una confianza abrumadora.
—Ya estamos cerca —le susurró. Léa asintió, y sus ojos brillaron de ilusión una vez más.
—Quiero verlas —pidió, y Ani le hizo un ademán a su Haunter para que las acompañase a cruzar el salón comedor.
El aroma dulce las embriagaba más a cada paso que daban, tan puro y tan perfecto que incluso el frío azul que iluminaba el interior parecía tornarse cálido y ameno. Incluso los muebles, rotos y deteriorados, parecían adquirir una nueva vida, volviéndose más redondeados, más pulcros y cómodos. A medida que avanzaban y se acercaban a la puerta en el extremo opuesto, el tiempo volvía sus pasos y acariciaba sus rostros y cabellos. Se sentía tibio, y dejaba un sabor dulce sobre sus labios, como un beso de ensueño. Y con cada paso que daban, una nueva caricia del perfume las iba despojando de ellas mismas. Y Ani miraba a Léa de reojo con una sonrisa tan conmovedora que parecía estar a punto de romper en llanto, de abalanzarse sobre ella y darle un abrazo casi fraternal.
Esta vez fue Léa quien acercó su mano al pomo de la puerta, pero ésta no le dio tiempo y se abrió por su cuenta con delicadeza, invitándolas a salir al patio trasero. Haunter se detuvo en el interior de la morada, haciéndose a un lado para que su entrenadora pudiera salir, y apagó su fuego fatuo cuando las dos se hallaron, ahora sí, bañadas por la auténtica luz.
—Mira eso, Léa —señaló Ani, levantando la vista—: la luna.
—Es hermosa —apreció Léa, tan contenta que las mejillas le dolían por tanto sonreír.
Inmensa y blanca, alumbrada por ella todo el patio se volvía un jardín de plata que relucía bajo sus pies. La hierba estaba perfectamente cuidada, a diferencia de la casa, y toda clase de flores crecían de su tierra sagrada, envolviendo sus tallos y entrelazando sus hojas como si estuvieran viviendo un festival de amor natural. Léa estaba tan obnubilada por la luna que sentía que nunca antes la había visto en su vida, y sus ojos se rehusaban a abandonar esa perfecta figura redonda, incluso cuando toda clase de siluetas comenzaron a asomar entre los árboles del otro lado de la cerca que daba forma al jardín. Tanto era el poder de su encanto que la tormenta se abría paso, impedida de caer en ese terreno específico. Los truenos no retumbaban en la distancia. Ninguna otra luz tenía permiso de hacerse presente en ese lugar. Y, avanzando lentamente por el patio trasero, Léa se halló sola en el centro bajo el haz de luz que secaba la humedad sobre su cuerpo y su ropa, como si el satélite natural quisiera probarle que podía desempeñar el mismo trabajo que el Sol sin necesidad de cegar su vista.
—Las hadas vendrán pronto —dijo Ani junto a la puerta, y guiada por el sonido de su voz, Léa fijó su vista en ella. Se veía tan distante que parecía haber recorrido un kilómetro en ese jardín plateado, pero su voz sonaba tan cercana que le hacía cosquillas a sus oídos—. Él las invitará, y les dará el permiso de entrar en tu vida.
¿Qué había dicho? Incluso nítidas y bien pronunciadas, las palabras de Ani parecían hablar un idioma que Léa no podía comprender.
—Llámalo y vendrá. Llámalo y vendrá. Llámalo y vendrá.
Le estaba pidiendo algo. Ani quería que lo llame. ¿Acaso debía conocer su nombre?
—Llámalo.
—Él vendrá.
—Quiere conocerte.
—Quiere formar parte de ti.
—No estarás sola, no te dejaremos nunca.
Las voces a su alrededor se superponían en un murmullo y un escándalo que la mareaba. Su mente intentaba descifrar qué intentaban decirle, a quién estaban llamando, a quién tenía que dejar pasar. ¿No era la luna quien abría las puertas?
Alguien la estaba mirando desde una de las ventanas en lo alto de la casa vieja. Incluso empañadas, un fulgor rojo atravesaba el cristal y se colaba por sus córneas, tiñendo su mente una vez más, casi como si ese brillo carmesí le susurrase el nombre desde adentro de su propio cráneo. Léa sintió terror, jaqueca y confusión, pero aquella voz suave fue como un soplido, y su boca entreabierta curvó los labios un par de veces mientras las palabras comenzaban a salir de su interior como arañas, dándole forma al conjuro que lo llamaba. No podía escuchar más que susurros y gritos, todos ajenos, todos en todos los idiomas del mundo, y los gruñidos de los pokémon salvajes, y los truenos en el cielo mientras enfocaba su mirada en lo único que conocía en ese lugar aparte de la luna: Ani, que le sonreía a la distancia mientras levantaba los brazos detrás de su cabeza y arrancaba el listón que recogía su cabello azulado, bajando luego a su cuello y desprendiendo los botones de su chaqueta, dejándola caer a sus tobillos, así como la camiseta y el jean, y todo lo demás. Volviendo a su estado más puro y natural, al origen de su propia concepción como ser humano, como criatura viviente.
Y cuando la última prenda de Ani cayó sobre la hierba, las voces se apaciguaron súbitamente, y la luna se apagó como un foco de luz estallando de repente. Nada más se movió, excepto aquella luz rojiza que era ahora la única que brillaba en todo el mundo para Léa, y que comenzó a descender suavemente hasta perderse tras el marco de la ventana. Y entonces, un sonido extrañamente distante y familiar golpeó sus oídos como un puño llamando a una puerta. Pero no era un puño sobre la madera que crujía, sino algo todavía más duro, hecho de hueso o piel reseca. O tal vez pezuñas.
El lento y constante golpeteo bajando las escaleras se detuvo al mismo tiempo que la puerta del patio se abría nuevamente, aunque a Léa casi le pareció como si simplemente se desvaneciera. Extrañaba la sonrisa y los ojos malévolos de Haunter asustándola como si fuera una travesura. Aquello que veía asomar la cabeza no era un fantasma, para nada. Tenía un cuerpo de carne que ocupaba un espacio concreto en este plano, y en todos los demás. No era una ilusión, ni una alucinación. No era extraño en absoluto, sino todo lo contrario. Lo había visto cientos de veces en las calles de Lumiose. No le daba miedo, aunque el verde matorral de arbustos en su lomo parecía un musgo triste y decrépito. Aunque su pelaje frondoso debía ser café, pero era más negro que el vacío. Aunque sus cuernos fueran mucho más largos y gruesos que los de cualquier otro espécimen que hubiera visto de ese pokémon. Eso no podía ser solamente un pokémon.
Un Gogoat salió de la casa con la frente en alto y los ojos rojos alumbrando el paso de sus pezuñas. Ani cruzó una pierna detrás de la otra y extendió los brazos inclinándose hacia adelante en una sentida reverencia. Aquella bestia avanzaba directamente hacia Léa como un Arbok reptando, como el vuelo silencioso de un Murkrow, o la imperceptible levitación de un Haunter. Las siluetas que observaban la ceremonia también se inclinaron respetuosamente ante el avance del pokémon cabrío. Casi cuando ya podía sentir la fervorosa respiración exhalándose a través de su hocico, el Gogoat se detuvo a tan solo dos metros de ella, observándola con impaciencia. Léa no sabía qué decir, ni qué hacer, y pudo adivinar las pupilas de Ani moviéndose al otro lado del jardín en dirección a ella, como si quisiera decirle algo sumamente importante.
—Dime qué tengo que hacer —le pidió Léa en un ruego triste a aquello que se presentaba frente a ella. Gogoat agachó un poco la cabeza, aunque de ninguna manera la estaba reverenciando, y luego se impulsó con las dos patas delanteras, irguiéndose sobre las traseras y superando fácilmente los dos metros de altura. La niña levantó la vista para no dejar de mirarlo a los ojos, que brillaban rojos como dos lunas gemelas delante del cielo nocturno.
Las fauces de Gogoat se abrieron lentamente, y una voz melancólica salió de su interior.
—Te daré lo que quieres. Solo hazme un obsequio, y te regocijaré con cientos de ellos.
La criatura permaneció erguida sobre sus patas traseras el tiempo que a Léa le tomó arrodillarse mientras descolgaba la mochila de su hombro y la dejaba caer delante suyo. No podía dejar de mirar sus ojos rojos en lo alto, y el semblante imponente e inamovible de la bestia que abriría todas las puertas para ella. Abrió el cierre principal del bolso y vació su contenido sobre la hierba. Los patines nuevos y relucientes fueron un peso muerto, pero varias frascos con antídotos se desperdigaron a su alrededor, así como una docena de pokébolas vírgenes que se esparcieron todavía más lejos de ella. Y una con peso propio, cargada de vida y tibieza, rodó un poco más lejos. Léa sintió como si las férreas pezuñas rojas del Gogoat en dos patas inclinaran la tierra en su favor, arrastrando solamente lo que quería hacia él. Y cuando la única pokébola con vida se detuvo sobre su sombra inabarcable, la bestia dejó caer sus patas delanteras con un súbito pisotón. Y una de las pezuñas aplastó la carcasa sólida del receptáculo, y Léa pudo ver cómo un par de ojos diminutos se hinchaban en lágrimas desde su interior, arañando con desesperación la roja prisión que se resquebrajó en un instante.
La pokébola de Fennekin estalló en mil pedazos, y la luz que manaba de ella al abrirse se apagó por siempre, siendo reemplazada por cenizas que se elevaron hasta ser inhaladas con placer por el Gogoat más viejo de todos. Y al tiempo que las lágrimas comenzaban a caer nuevamente por el rostro de Léa, que poco a poco comenzaba a procesar lo que acababa de hacer, el pokémon de cornamenta asintió con suavidad, dando media vuelta y alejándose de regreso al hogar. A medida que la bestia se alejaba de ella, la luna volvía a encenderse en el cielo, y la lluvia volvía a empapar su cuerpo, y los truenos volvían a aterrarla, y las direcciones volvían a ser tan confusas para ella que se sentía más perdida que nunca. Hasta que un par de brazos desnudos la abrazaron con fuerza y apretaron su rostro contra su pecho, y la voz de Ani la llamó una vez más en un cálido susurro.
—Tranquila —le decía insistentemente, sin dejar de sonreír—. Él te ha recompensado. Ahora eres libre, y estás llena de encanto. ¡Mira las pokébolas a tu alrededor! ¡Él las ha llenado de magia!
—«Magia» —repitió Léa en su cabeza, que intentando formar un centenar de palabras y preguntas y maldiciones en su mente, solo podía replicar esa palabra hasta el infinito, como habiendo olvidado el sentido de todo lo demás.
Y sus manos tantearon las esferas a su alrededor, arrancando hierba y tierra con los dedos, y ensuciándose a medida que las iba alcanzando y presionando los botones en su centro. Las esferas se hinchaban como tubérculos y estallaban en luces rojas que liberaban vida y polvo de estrellas. Y sus ojos se iluminaban con cada aparición, dibujándose frente a ella toda clase de siluetas familiares, salidas de las páginas de los libros de cuentos de su abuelita. Eran mucho más hermosas de lo que la vieja mujer había descrito, y los aromas y los colores pastel inundaron su olfato y su vista y le dieron un nuevo aire para respirar de ahora en más, y una nueva luz a la que seguir. Junto a ella, los brazos de Ani la reconfortaban, y las hadas que danzaban a su alrededor se cernieron sobre ella dándole todavía más abrazos.
Las alas de un Togekiss pacificador le daban calor a su espalda. Las lenguas dulces de tres Swirlix se pegaban a sus mejillas haciéndole cosquillas. Los listones de Sylveon la envolvían y apretaban, arrancándose un moño del cuerpo para colocarlo sobre su cabello. Los picos de los Spritzee se frotaban contra su cuerpo y picoteaban su piel inyectándole aromas embriagantes. Los alegres cantos de los Clefairy le hacían sentir que ella misma era la luna, mientras entre abrazos la despojaban de su ropa sucia y empapada, y desde el cielo dejaban caer sobre ella un precioso vestido de colores pastel, adhiriéndose a ella como una segunda piel. Y las garras secaban sus lágrimas, dibujándole líneas rojas bajo los ojos. Y los ojos buscaron escaparle al dolor fijándose en los de Ani, cuyas pupilas se dilataban y sus irises comenzaban a girar como espirales frente a ella, así como todo lo demás se revolvía a su alrededor.
Y entre el caos y la confusión y el éxtasis por ver su sueño realizado envuelta en el calor de todas esas hadas encantadas, pudo ver entre sus siluetas cómo alguien la observaba al frente, con las manos entrelazadas detrás de la espalda ligeramente encorvada. Aquella mujer de rostro surcado por arrugas y la sonrisa más bondadosa que había observado jamás.
—¿Abuelita? —preguntó Léa, vestida ahora toda de rosa, con las alas gigantes de Togekiss sobresaliendo detrás de su espalda como un ángel. De haberlo deseado en ese momento, ella podría volar. Se sentía tan orgullosa y llena de dicha que solo quería correr a los brazos de su abuela para contarle que los cuentos de hadas se estaban haciendo realidad.
—Había una vez —dijo la mujer que era su abuela, con la misma voz de su abuela, mientras Ani movía los labios junto a su oído— una niña hermosa que quiso conocer a un hada, y que terminó conociéndolas a todas. Lo hizo pidiéndoselo al Señor del Misterio, que le permitió volverse su seguidora a cambio de un regalo. La niña era generosa y desapegada, así que capturó un alma para reconfortar a su Señor, y él la premió brindándole un título.
—Yo soy la Señora del Pasado —dijo la voz de Ani, superponiéndose a la de su abuela. Y los Clefairy cantaron todavía más fuerte, agudizando el coro de voces que encendió luces en el cielo, mientras el espectro Haunter levitaba a espaldas de Ani y formaba un manto oscuro entre sus garras, dejándolo caer sobre su cuerpo desnudo—. Y tú eres ahora la Señora de la Magia. Juntas cuidaremos de la vida y de la muerte en este bosque marchito, guiando a las almas desarraigadas hacia un consuelo absoluto. Buscarán tomar nuestras manos, y nosotras se las tenderemos generosamente, porque vivimos para servir a los sueños. Y ya no somos soñadoras; hemos despertado por fin. Y tú, Señora de la Magia, tienes ahora un nuevo nombre que yo te regalo:
Imogen.
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